IV

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—¡¿Qué demonios se supone que significa eso, Dolores?! ¡Habitaciones separadas! ¡Tú quieres matarme!
 
Aunque no podía verla, Dolores percibía la mirada de fuego de su madre, al otro lado de la línea, al oír su voz usual de terciopelo deshaciéndose en irritables gritos resquebrajados.
 
—Mamá, no es tan grave... —intentó apaciguarla, casi en un murmullo.
 
—¡"No es tan grave"! ¿Sabes a quiénes les ocurre eso? ¡A las prostitutas! Se dejan usar y luego las dejan ahí tiradas. ¡¡Ese canalla escuálido estuvo contigo y te dejó por otras mujerzuelas!! Creí que te había criado con sentido común.
 
—¡Pero, mamá! ¡Él no estuvo nunca conmigo! —Silencio—. No estuvimos juntos.

"¿Qué dije ahora?", pensó, comenzando a lamentarse. —¿Mamá? —Todavía no conseguía una respuesta.
 
La señora Bancroft estaba hinchando, iracunda, sus pulmones, para darle a su hija la reprimenda de su vida.
 
—¡¡Eso es precisamente lo que no tenía que ocurrirte!! —Y comenzó...— ¡¿No te dije mil y una veces que era importante la primera impresión que tuviera de ti?! ¡Por Dios Santo, es que tú no entiendes nada! Siempre que hablé contigo estuviste alelada, pensando en no sé qué cosas, y esto es el resultado de tu torpeza. ¡Vamos, Dolores: que ser recatada y comportarte es una cosa, pero ser una idiota es otra!
 
Ella no podía siquiera llorar. Los míseros sorbos de champaña que hubo bebido habían sido suficientes para ganarse una jaqueca. Su madre la empeoraba, como siempre.
 
"Vaya, primer día de mi 'vida adulta' y sigo siendo regañada por mi madre".
 
—¡Eso es a lo que me refiero! —Aún insistía la pesada mujer—. ¡No dices nada! ¡Nunca dices nada! Es como si no tuvieras sangre. ¡Ya es tiempo de que te despiertes, hija!
 
—Estoy muy agotada. Te llamaré luego.
 
—¿Qué? ¡Dolores, ni te atrevas a...!
 
Piiip.
 
Dolores cortó la llamada. Jamás había hecho algo semejante: bueno, jamás había tenido la oportunidad, dado que es imposible cortar una conversación cara a cara. ¿Dejar hablando a su madre sola en la casa? ¡Por supuesto, si quería que la castigara hasta los cuarenta! De esta situación se excusaría, luego, alegando las molestias de la "resaca" (si podía decírsele así). Lo cierto, sin embargo, es que en verdad no tenía plena conciencia de sus actos; si los primeros momentos de la mañana son, de por sí, complicados, cuando se les agrega alcohol, estrés acumulado por semanas y la incomodidad de sentirse una intrusa en una enorme mansión de extraños... se tornan algo totalmente horroroso.
 
Dolores se puso de pie como pudo para quitarse (por fin) el vestido de novia. Por instinto, iba a pedir la ayuda de Matilde. Tardó unos segundos en advertir que aquello no era una posibilidad: ya no estaba en casa. Aunque, ¿realmente era esa su casa? Mejor dicho, ¿tenía un hogar o solo estaba existiendo allí? "Muy temprano para filosofar, pequeña Descartes", se reprendió.
 
Sus brazos se retorcieron, inexpertos, tanteando el camino hacia alguno de los botones de la espalda. No lo encontraba. Probó posturas de lo más estrambóticas, pero aún así, no lo consiguió. Resolvió, entonces, mirarse en el espejo. Malísima idea. La imagen invertida solo la confundía más, y, creyendo alcanzar uno, acababa por tocarse la nuca o uno de los hombros.
 
Fue en ese preciso instante que oyó que alguien llamaba a su puerta. ¡No podía abrir así, vestida todavía de novia! Además, se hallaba en una posición, cuanto menos, bochornosa: de espaldas al espejo, con la cabeza girada igual que un búho, los brazos entrelazados por detrás y la espalda baja quebrada hacia uno de los lados (sin contar los absurdos gemidos que emitía por el esfuerzo en vano).
 
—Un momento... —contestó, con mucho trabajo. Buscó reincorporarse, tomó una manta que había sobre la cama y se envolvió, para cubrir el vestido.
Avergonzada, caminó hacia la puerta y la abrió solo un poco.
 
—¿Sí?
 
—Buenos días, Dolores. —Ella rió, incómoda. No podía reconocer al hombre maduro que le hablaba. Seguramente se lo habían presentado en la fiesta, pero no lo recordaba. ¡Qué vergüenza!— No nos han presentado formalmente, me temo. Soy Alfred, el mayordomo de la Casa Wayne... de su casa. Conozco a Bruce desde que era un bebé.
 
"Ohhh", se dijo a sí misma. Tenía un recuerdo nebuloso de este Alfred durante la cena. Lo había visto, de hecho, cuchicheando con su marido (si así podía llamársele). Nada muy significativo.
 
—Un placer, señor. —Dijo Dolores, con una sonrisa angelical que no dejaba lugar a rastro alguno de su resaca.
 
Alfred asintió con la cabeza, por cortesía. Aún así, no pasó por alto que la joven mujer ocultaba algo, mostrando apenas su cabeza y parte del pecho por detrás de la puerta. Él era un hombre especialmente sagaz e inteligente, por supuesto, pero Dolores era muy obvia. —Puede llamarme Alfred, querida. Vine para decirle que el desayuno ya está listo. Sería muy importante que usted y Bruce pudieran compartir un momento a solas, ya que anoche estuvieron bastante acompañados.
 
—Gracias —intentaba ser cordial—, pero realmente no tengo hambre. Anoche comí demasiado.
 
Alfred, para sus adentros, no podía más que ratificar sus sospechas.
 
—Lo entiendo, uno suele ser más descomedido en este tipo de ocasiones... aunque yo la estuve observando por mucho tiempo, y me pareció, por el contrario, que era una señorita de apetito reducido —insinuó, sometiéndola a prueba.
 
Dolores se estaba poniendo cada vez más nerviosa. Era un desastre para mentir (de forma improvisada, cabe aclarar, pues con un guion, podría haber engatusado hasta al mismísimo Napoleón). —¿Sí? —Forzó una risita, refugiándose más, de forma inconsciente, tras la puerta—. Es que habitualmente como menos.
 
—Ya veo...
 
Alfred se quedó viéndola directo a los ojos. No pretendía intimidarla en su primer encuentro. Se mostró, en cambio, bastante sereno. Su mirada transmitía serenidad, pero era firme. Esto acabó por interpelarla de forma inmediata.
 
—B-bueno... —le tembló un poco la voz— tal vez me excedí con el espumante. Yo no bebo. —Ella sintió su rostro enrojecer. ¿Realmente había admitido su "borrachera" ante un extraño? Su madre la hubiese acribillado y Dolores no la hubiera culpado: ella también lo hubiese hecho.
 
—No se ha excedido, Dolores —Alfred rió, cálido—. ¡Si no ha bebido más de una o dos medias copas!
 
—¡Es que eso para mí es mucho! —Insistió, con desesperación.
 
—¿No será que usted no quiere bajar...?
 
—¡¡No!! —Lo interrumpió.
 
—¿...Porque no se ha quitado... —Alfred abrió lentamente la puerta por completo, a la vez que a ella, por intentar evitarlo, se le caía la manta. Bingo— ...su vestido?
 
Dolores se encogió en su interior. Su primera impresión con Bruce, un desastre; su primera impresión con Alfred, para el olvido. Agachó la cabeza, mientras se pellizcaba a sí misma en la mano opuesta. Qué ansiedad.
 
—Tranquila —dijo, sinceramente—. La mitad de las mujeres recién casadas suele celebrarlo como tú imaginas. Y el otro 49,9% se emborracha y se duerme con su vestido.
 
—¿Y el 0,1% restante? —Preguntó por inercia.
 
—Esa es usted.
 
Dolores hizo una mueca de confusión.
 
Alfred, muy divertido, aclaró: —bebe media copa de champaña y amanece con la resaca de su vida. Y con su vestido puesto, claramente.
 
La joven inexperta, aunque trató, no pudo hallarle gracia a la situación. Para ella era deshonrosa, penosa. Sentía vergüenza de sí misma. Y el mayordomo lo advirtió.
 
—No se aflija, querida. Relájese. —Dolores mostró sus enormes ojos, cristalizándose con cada palabra—. Mire, no sé cuál era su situación antes, pero ahora, su vida transcurrirá aquí. Ya no es una niña ¿sí me comprende? Ahora es una señora. Usted decide cómo mostrarse y qué hacer. Dudo mucho que deba preocuparse por su imagen, porque cada persona de esta sociedad, sea de la clase que sea, coincide en que usted es una mujer intachable. Lo que quiero decir con esto es que no tiene nada por probar y que no debe obedecer a nadie nunca más. ¿De verdad alguien la convenció de que amanecer con su vestido de novia la convertiría en un ser despreciable?
 
Ella sonrió, entre lágrimas silenciosas. —Suena un tanto absurdo.
 
—Y lo es, en efecto. ¿Me permite?
 
—Sí, claro. Gracias.
 
Alfred desabotonó cuidadosamente cada uno de los treinta y tres botones del vestido, y luego bajó el cierre que estos cubrían.
 
—Listo. Baje cuando esté lista.
 
—Lo haré.
 
Dolores había sentido, por vez primera en su vida, afecto paternal. Era muy probable que estuviera exagerando, pero sepan comprender que una niña que lo tuvo todo, y al mismo tiempo, no tuvo nada, recibe una pizca pequeña de consideración como una tonelada de puro cariño. Se conmovió.
 
El hombre se detuvo antes de cruzar la salida del cuarto y pronunció: —y bienvenida a la familia Wayne, Dolores.
 
Familia Wayne.

The Love We Don't Know • Bruce Wayne Where stories live. Discover now