III

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Arribaron, al fin, a la casa de Bruce (ahora, de ambos). Dolores, entonces, pareció entender el porqué de esa aparente frialdad que demostraba: ¡el chico vivía en el castillo de Drácula! Con las mucamas yendo, regias, de un lado al otro, esa arquitectura tan lúgubre, y la soledad del silencio, le esperaba, verdaderamente, un enorme reto. ¿Con quién hablaría? Su "esposo" no era una opción. ¿Qué divertimientos hallaría en un lugar así? Jamás había echado tanto de menos hablar con su madre...
 
No. Definitivamente no lo extrañaba, por más horrible que fuera a ser su nueva vida.
 
Desde niña imaginó que, el día de su boda, su encantador marido la cargaría como a una princesa, y entrarían, eternamente acaramelados, a lo que sería su nuevo hogar. "Qué ilusa", fue lo único que se le cruzó por la mente al estar de pie en la entrada de la casa Wayne. Lo único que haría que Bruce la tomara entre sus brazos, sería devolvérsela a sus padres.
 
Él, por su parte, no sabía por dónde comenzar. Ninguna bienvenida sería la ideal, partiendo del hecho de que la situación en la que se hallaban, en sí misma, no lo era. Tampoco podía dejar que la chica se desenvolviera a su gusto, como si nada pasara; en primer lugar, porque nadie sensato se adueñaría sin descaro de una casa ajena. En segundo, porque no era lo correcto: algo debía decirle. Le faltaba determinar qué... y cómo.
 
Ella aún realizaba un paneo general. La inspección minuciosa, quizás, llegaría cuando supiera, al menos, la ubicación del baño. Ya suponía que se perdería con demasiada facilidad en aquella torre.
 
—Esta es nuestra casa —sentenció Bruce, sin precedente alguno y sin mirar a Dolores. Mejor dicho, rehuyendo todo encuentro potencialmente incómodo entre ellos. Esto lo mostraban sus pupilas inquietas, persiguiendo cualquier foco de atención que no fuera el rostro de su mujer.
 
—Se ve muy acogedora —mintió por cortesía. Realmente le parecía deprimente.
 
La cena fue insoportablemente larga, e insoportablemente densa, a causa de la falsía de los comensales. La burbuja de hipocresía que los envolvía en la catedral, no solo no se había quedado allí, sino que parecía seguirlos a todos por donde decidieran ir. Por supuesto, hubo un brindis bastante cursi en honor de los recién casados, que logró incomodarlos aún más (sobre todo a Bruce, que deseaba con todas sus fuerzas hundirse en la silla).
 
Dolores se la pasó obsequiando atenciones vanas a todo aquel que se acercó a hablarle. Si algo debía reconocérsele a su madre, era que había criado a su hija con mesura, enseñándole las notas características de un refinamiento casi cortesano, y alguna que otra artimaña de señoritas. A esto último, ella llamaba "secretos de la mujer", que incluían a las artes amatorias, a la complacencia por conveniencia (primera forma de manipulación), a las sugerencias discretas (segunda forma de manipulación), y a la inocencia pueril (tercera y más retorcida forma de manipular). Podrán hacerse una idea de cómo era el matrimonio Bancroft. La señora había recibido estas normas de su madre, y ella, de su madre, que las había heredado de la tatarabuela de Dolores. Tantas generaciones de la élite francesa debían dar algún resultado; por ello es que Dolores fue, también, nombrada Anaïs.
 
Ella había aprendido demasiado bien. De su padre sacó la inteligencia; de su madre, el recato y la prudencia, y por sí misma, Dolores era alegre y de buen corazón. Sin embargo, esto no quitaba que empleara las máximas de su madre con Bruce, si fuere necesario. Y tampoco impedía que, en cierto modo, se comportara igual que los de su clase: aparentando. Bruce, por eso mismo, estaba odiándola.
 
Las sospechas del muchacho de que sería una niña rica típica comenzaron a intensificarse, con solo verla desenvolverse en el banquete. Él no comprendía que se portara tan amable con señoronas como Maudeline Finney, cuya reputación era bien conocida por todos. Era un secreto a voces que tenía talleres clandestinos de indumentaria, donde explotaba, mayormente, a mujeres afroamericanas. Pero todos callaban. Bruce, silencioso como era, observaba a todos como si fuera un espectador lejano. Fue así como transcurrió el resto de la noche.
 
Ya todos se habían marchado, así que la casa estaba libre para los recién casados. Era el momento que Dolores más temía, el punto que haría la diferencia entre un buen matrimonio y un fracaso (según su madre). Bruce caminaba con letargo delante de ella, en un mutismo absoluto. El único sonido era el de los finos tacones de ella sobre las baldosas relucientes del pasillo. Al poco tiempo, se oyó también su respiración agitada, causada por la ansiedad.
 
El joven Wayne se detuvo, finalmente, ante una puerta soberbia, que no escapaba a los tonos lúgubres de la casa. "¿Qué rayos estaban pensando sus padres cuando la adquirieron?", se dijo a sí misma. Dolores supuso que esa sería su habitación. Quería morirse allí mismo, pero no sería lo apropiado. Mejor era entregarse a lo inevitable para que sucediera rápido. Había, además, bebido por primera vez unas copas de espumante rosado, así que quizás aquello la ayudara a no sentir nada.
 
Ante su mirada atenta, Bruce abrió la puerta y le entregó a ella las llaves con total naturalidad.
 
—Esta es para ti. Descansa, debes estar agotada— “de tanto fingir”… complementó internamente.
 
Dolores no podía creerlo. ¡Se había salvado! ¿Se había salvado? ¿Aquello era, siquiera, posible? "¡Gracias Dios, Alá, Yahvé, Universo...!", se repetía con el corazón rebotando en todo su pecho.
 
—Como mañana llegarán tus cosas con la mudanza, por supuesto que no va a gustarte ahora. —Retó. Realmente había sido un comentario innecesario, que lo único que había conseguido era empeorar la tensión. En su inocencia, Dolores decidió atribuirlo al cansancio de un día bastante agitado (al que había que agregar el desgaste psicológico que ambos habían sufrido). Ella soltó una risita casi inaudible.
 
—No te preocupes. Tengo tanto sueño que ni alcanzaré a ver la habitación, y probablemente ni siquiera recuerde esta conversación.
 
Bruce esquivó su mirada, visiblemente nervioso, mientras su cuerpo se agitaba en un insistente y trémulo vaivén. Veía el reloj en su muñeca, igual de empecinado.
 
Dolores trató de verlo a los ojos, pero fue imposible. —Debo estar quitándote tiempo —rió, incómoda—. Creo que... —dudó, al no recibir una mínima intención de nada, por parte del contrario— descansa, Bruce.
 
Dicho y hecho, la pequeña esposa apenas alcanzó a tantear la cama enorme que esperaba por ella, y se zambulló en el más profundo sueño. No estaba borracha, pero, por ser su primera vez, el alcohol en su cuerpo sí se hizo notar. ¡Qué diría la señora Bancroft si viera a su hija arrugar el costoso vestido Armani! Peor aún: ¡qué diría al enterarse de que los recién casados dormían en habitaciones separadas!
 
Para el infarto.
 
Bruce, por su parte, corría muy apresurado hacia la parte más privada de su casa. Su centro de operaciones. Su guarida. Su Baticueva. Las noches de Ciudad Gótica eran peores que los días, y era él quien las patrullaba. De algún modo, su mayor problema había dejado de ser la protección (venganza) de los más débiles: ahora lo era mantener a Dolores ajena a su doble vida. ¿Podía, acaso, confiar en ella? No. No puedes  confiar en una niña que tan descaradamente muestra su hipocresía.
 
—Muchacho... te ves terrible —dijo Alfred, que ya estaba allí—. ¿No quisieras descansar por esta noche, al menos? Te acabas de casar.
 
—No. —Respondió malhumorado—. Si alguien no hubiese descansado, mis padres aún estarían vivos. ¡Y no me he casado, Alfred!
 
—¡Pero cómo! ¿Qué quieres decir?
 
—Que procuraré que nuestra relación sea lo más cordial posible, e intentaré que no sea tan incómoda, pero que no quiero tener nada que ver con ella. Hablo en serio.
 
—De acuerdo —dijo, desafiante—. Pero si alimentas la distancia abismal que hay entre ustedes, el día que se entere de tu secreto (porque no podrás ocultarlo por mucho más, a menos que la mantengas encerrada en su cuarto) en vez de una aliada, podrías ganar una enemiga. Piénsalo.
 
Bruce se mostró reflexivo. Alfred tenía algo de razón, y odiaba que así fuera.
 
—No vuelvas tan tarde.
 
Se despidió, dejando al muchacho solo en la penumbra del lugar.

The Love We Don't Know • Bruce Wayne Where stories live. Discover now