Los ojos del lobo

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Comenzó un día peculiar, un día vacío. Se lo había dicho una gitana en la calle. "Tienes una sombra muy grande".

Había encontrado aquél comentario raro e idiota. La sombra que pudiera tener, había pensado, no era relativa a ninguna característica suya, sino de la luz. Y se lo había dicho al mediodía, con el sol en lo alto del cielo.

Sin embargo, cuando llegó a su departamento, lo vio. Estaba en un rincón del living y, efectivamente, era enorme. Se había pegado un susto de muerte y se había sentido un cobarde por ello. Pero, ¿quién no se habría asustado al ver semejante criatura en la habitación, sin previo aviso?

Le había preguntado quién era, qué era, pero el animal se limitaba a observarlo con ojos fríos. Por algún motivo, el susto había desaparecido y lo había dejado repleto de intrigaba.

Dedicó algunos días a ignorarlo, pero no había funcionado, pues aquél ser aullaba cada noche, junto a la ventana del comedor. No sabía cómo no había recibido quejas, visto que el desgraciado era ruidoso.  El último día de aquél octubre, el lobo había comenzado a gruñirle y rasguñar la puerta con desesperación. Tras un par de manotazos, la madera había quedado expuesta y la pintura seca decorando el suelo.

Había abierto la puerta, la criatura había bajado las escaleras y lo había esperado sentado junto a la entrada, mirándolo fijamente.

Gabriel miró hacia atrás su departamento moderno, su televisor, su pila de libros de medicina en la mesa. Cuando volvió la vista al frente, estaba quieto en la entrada. Sabía que lo esperaba a él, que quería que lo siguiera, podía sentirlo.

Tomó la billetera y las llaves de casa, e hizo lo que se le pedía.

Al cabo de un mes, se encontraban lejos de la urbe. El sol le había curtido la piel y el verano lo había obligado a perder prendas en el camino. Por las noches del desierto, bastante frías, la criatura se arrebujaba junto a él, y le daba calor. Cuando despertaba, tenía a sus pies un animalejo para cocinar. Había olvidado todo lo que había aprendido sobre bacterias y gérmenes. Se sentía parte del suelo y cantante del viento. Y aquel lobo era parte de él, quizás un amigo, quizás él mismo.

Llegó a una choza, rodeada de otras más pequeñas, en medio de una arboleda humilde. Un hombre se encontraba sentado en un tronco. Se puso de pie, cuando Gabriel se detuvo. Llevaba unos pantalones gastados y el cabello gris atado en una coleta prolija y aceitada. La barba, larga, dejaba apenas ver una sonrisa, sólo confirmada por los ojos grises, que la acompañaban. Eran sus ojos, los de su madre, los de su hermano.

Con voz sabia, el hombre habló, tras que Gabriel suspiró, cansado por tan larga travesía.

—Bienvenido a casa, hijo de nuestros hijos.


N/A: Este cuento se lo debo a @Shiuika, que propuso una actividad que hace mucho no hacía. Nos ofreció una imagen y, a raíz de ella, nos pidió un cuento de 500 palabras. <3


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