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¡Padre Santo! Alabado sea tu nombre y siempre nos cubras con tu infinita misericordia.

No he podido contarte sobre los acontecimientos las ultimas semanas. Mis manos están escocidas por el duro trabajo de la construcción, pero no puedo caber de contento de la gran bendición que nos has enviado.

En la última semana Juan Toro se presentó en la iglesia llamando mi nombre. Confieso que al principio los gritos me alertaron; pero era solo Juan que gritaba desde la entrada.

Al salir lo encontré ahí parado bajo el sol, palpando la pared del campanario con sus manos callosas Llevaba el sombrero de paja, La camisa arremangada y unos pantalones roídos, listo para el trabajo.

Eran un poco mas de las dos de la tarde y el sol recrudecía.

— Juan, que bueno verte por aquí de nuevo.

— Yo cumplo lo que prometo, Padre — me respondió sin quitar la vista de la pared.

— Esto hay que te echarlo abajo, ¿sabe? Así ya está peligroso.

— Sí, me lo supongo. Es un riesgo para el que se apoye en este muro.

— Espere aquí un rato más. Mis primos vienen con unas mulas y la carreta con las herramientas. Yo mandé a llamar a varios compinches para que el trabajo salga mas rápido. Quiere el campanario listo pronto, ¿no?

— Sí es posible, sería una maravilla, ya casi llevo aquí dos meses y por ahora lo que deseo es remover el peligro lo antes posible.

— Eso es rápido, Padre. Le damos mazo y eso cae solo. Usted va a ver.

Estaba tan solo a unos pies de la puerta de la iglesia, pero el calor me incomodaba bajo la camisa

clerical.

— Juan, pasa a la cocina que te ofrezco un jugo de tamarindo frio y ahí me esperas mientras me cambio la ropa.

Juan entró parsimonioso por la puerta de la iglesia, mirando los alrededores con aire de novedad.

— Tenía añales que no me andaba por aquí — dijo mirando las paredes de cal.

Reí complacido. — ¡En buena hora Juan!

Le serví la bebida, y me excusé para ir a cambiarme. Desde mi cuarto escuché una nueva algarabía. Salí al trote para ver que sucedía y lo que me encontré fue un espectáculo. Era una fiesta en tu nombre, Señor.

Juan había convocado una veintena de jóvenes de todas las edades, colores de piel y tamaños. Y todos

sin excepción habían seguido su mando y ahí estaban, Señor. Todos cubiertos por tu benevolente bendición. También traían consigo cuatro mulas y un caballo y te aseguro que todas sus ganas de ayudar.

El juego de tamarindo no me era suficiente, así que enseguida reuní a los chicos mas jóvenes y les mande a encargar con las señoras del pueblo un barril con aguas de piña y dos cestas grandes de buñuelos de yuca para fortalecer los ánimos. Se montaron en el caballo y pronto salieron al galope.

Los muchachos más grandes entraron como una bandada de pájaros a la iglesia, a la sacristía y al jardín. Me impresionaba su entusiasmo y sus ganas de colaborar. Todos hablaban al mismo tiempo y curioseaban la iglesia confesando que nunca habían estado allí antes.

Mi emoción era tal que quise acudir a la oración de inmediato en una expresión de acción de gracias, pero me di cuenta que los muchachos necesitaba dirección y después de una breve bendición enseguida pusimos manos a la obra.

Juan a mi lado mandó a los muchachos mas grandes y mas fuertes a colocar unas tablas alrededor del campanario. Armaron una especie de andamio y desde ahí con mazos y martillos fueron de a apoco desbaratando con cuidado la construcción de ladrillos. En poco tiempo, todos estaban apilados en el suelo de la plaza.

Un grupo de jóvenes se propuso a rescatar los ladrillos reutilizables y a tirar los escombros en cestas que luego las mulas transportaban hasta el vertedero.

Sin guantes como estaba, colaboré en cada una de las tareas. No me importó dejar las uñas y la piel de mis manos en esa labor. Pronto tendríamos el campanario para la convocación de la ceremonia en tu nombre, Señor.

Para las cinco de la tarde, el campanario había sido demolido y los escombros removidos. La campana de medianas dimensiones yacía inerte a un lado, esperando la nueva construcción de su recinto.

Los muchachos se tomaron un descanso justo al tiempo que llegaron los chiquillos con el caballo cargando las aguas de piña y las cestas de buñuelos. Mientras merendaban golosos, Juan se me acercó para conversar.

— Padre, a estás paredes hay que echarles cal — dijo mirando a ambos lado de la iglesia.

— Ya lo había pensado, Juan.

— Déjeme que ya mismo le armo una cuadrilla para mañana. Mientras un grupo construye la torre del campanario, otro grupo le reviste las paredes. ¡Ya verá usted que en unas semanas está como nueva!

— Caramba Juan. Estoy realmente agradecido. No esperaba tanto en este día.

— No se ocupe Padre. Aquí no hay mucho que hacer mas que atender los huertos y los animales eso por lo general lo hacemos en las mañanas. Los muchachos se aburren con el tedio. Para los mas grandes no hay escuela. A lo mucho que hacemos es ir a fumar y a beber al rio pero hasta de eso uno se aburre.

— Ahora que lo mencionas. El terreno mas allá de la plaza está baldío, pero está lleno de maleza. Estaba pensando en limpiarlo y montar ahí un centro deportivo. Se me ocurre que una cancha de fútbol para empezar, un ring de boxeo o unas barras de hacer ejercicio, que hasta a mi me van a sentar bien.

— No Padre Emilio, no sueñes. Ese terreno no es de la iglesia. Eso es del avaro del alcalde y para que done algo se va a necesitar Dios y su ayuda.

No pude mas que sonreír con el dicho popular.

— De eso tenemos de sobra, Juancho. En su momento vendrá.

Juan me miró incrédulo limitándose a contestar,

— Usted sabrá —.

Los muchachos terminaron de comer y de a poco se fueron despidiendo.

¡Alaben al Señor porque él es bueno, y su gran amor perdura para siempre!


YO CONFIESO (BORRADOR)Where stories live. Discover now