CAPÍTULO 11

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—Se puede morir por un corazón roto—dijo un presentador en uno de esos programas ante los que mi familia y yo rendíamos nuestras horas muertas. Todos sentados entre el sofá y el suelo, desperdigados hechos un ovillo, deslizábamos nuestras pupilas entre la brillante pantalla del televisor y otro elemento a lo que captar nuestra atención (fuera teléfono móvil, preferentemente, o bien algún libro). Aquellos momentos aburridos eran los que ahora se agolpaban en mi pecho y mi memoria; en ese instante que supe que mi hija no volvería a casa. No pude ni cortar la conversación con el que conocía bien y era mi compañero de trabajo. Las fatigas que ambos pasamos y todos los casos estrambóticos a los que pusimos fin, derivaban en el que, poniendo la mano en el fuego, iba a ser el último caso que iba a resolver en mi vida.

Pues no tendría alma ni fuerzas para continuar por el camino de las fuerzas del orden.

—Necesito...mejor dicho, quiero que os marchéis—atiné a decir mientras reunía el valor de desclavar mis rodillas del pavimento. Escuché carraspear varias veces, acompañado de unos tartamudeos que comenzaron a sacarme de quicio. No, lo último que necesitaba era, precisamente, maldita y vacía compasión.

—Bridget...

—Pero no les di oportunidad de decir nada más. Por fortuna, Michael y Paul no se habían dado cuenta de mi llegada, por lo que yo era dueña de la información de la que disponía. Había vivido muchas ocasiones en las que yo misma tenía que dar las terribles noticias a unos sufridos padres que esperaban con ahínco que todo fuera un susto. Cuando confirmaba sus miedos, juro por Dios que podía sentir un sismo bajo mis pies.

Un corazón roto—pensaba en esos caóticos momentos. Las palabras se agolpaban en el gaznate, el cuerpo temblaba y se tiene la sensación de que el tiempo se detiene, convirtiéndose en afiladas dagas que se clavan en tu carne. Ahora comprendía bien esas caras, esos gestos y esas lágrimas silenciosas que no lloraban delante de mí pero que, ponía la mano en el fuego, lloraban mares en la privacidad del hogar.

Al girar la llave, escuché pasos aproximándose a mí. Mi rostro era un mapa ilegible de sensaciones y sentimientos; tanto mi hijo como Paul, presentían que algo más había sucedido. Michael tomó mi maleta, arrastrándola a la que era la habitación de invitados en un completo silencio. Le agradecí con la mirada mientras que Paul me escrutaba de arriba abajo. Sabía perfectamente que teníamos que hablar en privado, pero no era justo para Michael que uno se enterase antes que el otro.

Debía recomponerme antes de que los tres hablásemos de Karma. Fui a la cocina a por algo que consiguiera relajarme; un té de lavanda, por ejemplo.

—Lo siento, pero si buscas tu té relajante, he de decirte que Michael y yo acabamos con él. No es que...lo estemos pasando bien precisamente.

Asentí calmadamente y esa reacción sorprendió a mi ex marido. No me gustaba que me comparase con una bomba de relojería, pero admitía que tenía mis similitudes cuando algo no funcionaba como debiera.

—Me sorprende que os hayáis acercado a esa ala de la cocina. Lo único que tomáis que se considera vegetal son las patatas.

Quizás quise ser sarcástica para eliminar pesadez al ambiente tan cargado que se arremolinaba a mi alrededor. Necesitaba vomitar, gritar, llorar y, sobre todo, matar al hijo de puta que había tocado un pelo a mi hija. Cerré los puños sobre la fría encimera que ahora estaba templada por las altas temperaturas de mis manos. Pasaba del frío al calor en tan sólo unos instantes, como si la magia existiera, pero eso tenía un nombre: pérdida.

La pérdida es algo que, ni por mucha terapia o preparación mental, se puede encajar fácilmente. Nos acompaña como una sombra que no se desvanece ni aunque te expongas a la luz más brillante; eso lo aprendí, primero, en el trabajo. Pero ahora...todo lo que vi en todos esos años, se me devolvía de forma cruel casi como un castigo.

¿Y si así lo era? ¿Y si era el precio a pagar por abandonar a mi familia y marcharme con mi nueva pareja eludiendo mis responsabilidades? Aunque fuese un viaje, me marché nada más divorciarme y decir, sin muchas explicaciones, que mi pareja era una mujer. Pero lo peor fue cuando supieron que fue mi propia matrona y ahí si que fue el caos más absoluto. Demasiada información para mis hijos que quizás eran demasiado jóvenes para comprender la situación y aceptarla. Los divorcios entre padres prácticamente nunca eran bienvenidos, pero mi caso era un tanto especial. Tampoco tenía idea si habían sufrido con el tema dentro del instituto, por lo que me maldecía una y otra vez de no haber preguntado por teléfono mientras estaba disfrutando de unas vacaciones.

Michael se ponía al teléfono a veces, pero Karma era incapaz de dirigirme la palabra. Pretendía no demostrar lo mucho que me dolía, pero Paul me conocía demasiado bien; por mi tono de voz sabía perfectamente de mis justificadas preocupaciones.

El caballero andante que conocí de joven siempre había estado ahí, incluso cuando sabía que no le quería. Bueno, no era cierto, si lo quería, pero no lo amaba. Para mí era un compañero, mi mejor amigo y la persona que mejor me conocía. No compartíamos demasiados gustos semejantes ni tampoco la misma visión de vida, pero quizás esa era la mayor ventaja de todas.

Aprendía de él y él de mí. Una simbiosis extraña pero que funcionaba, aunque hubiera peleas de por medio. Tan sólo deseaba que Paul encontrase a alguien adecuado porque lo merecía.

Michael entró a la sala un tanto preocupado. Antes de preguntarle, él lo hizo antes:

—He escuchado que hablabas con alguien fuera, ¿Quién era?

Aquello hizo apretar más mi pecho. Me concentré de nuevo en el hervidor de agua que hacía ruidos sonoros desde hacía ya unos minutos y me permití llorar.

Lloraba de espaldas a mi familia; incluso a la "muralla de piedra", la muerte había sido capaz de azotarla sin piedad. No pude aguantar, tuve que rendirme ante la fuerza de su toque, dejando silenciosos a mi familia que no sabían en absoluto la información que cargaba.

Como el agua de un río ante la fría piedra: así es la muerte, la cual me hacía caer de rodillas otra vez. "La muralla de piedra" estaba siendo desgastada por la corriente. Piedra a piedra, me iba deshaciendo conforme se desbloqueaban recuerdos y arrepentimientos. Palabras que le dije a mi hija que eran fruto de estrés en el trabajo o de una post pelea con Paul; todo ello me pesaba ahora más que nunca.

Las lágrimas eran cada vez más frías.

Llorando ante los sueños de Karma, esos que se quedarían en simple polvo, olvidados y no dichos. Lloraba por esa silenciosa derrota, ante la cual nadie se levanta.

Ella lo había perdido todo y eso era precisamente lo que más me dolía.

Tuve que enfrentarme a aquellos pares de ojos que me miraban desde el más absoluto asombro. El problema era que no sabía ni por donde demonios empezar. Hay cosas que no se pueden suavizar y, desgraciadamente ésta era una de ellas.

¿Qué hice yo para merecer este infernum?#LIBRO 1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora