En medio la multitud de personas que esperaban a sus propios invitados o volvían a recibir residentes, Mijael reconoció a un hombre que llevaba una gorra azul con una estrella roja justo en el centro de la visera. Era el único que llevaba una prenda así hasta donde le alcanzaba la vista, pero incluso sin eso Mijael sólo habría necesitado verle el rostro para saber quién era. Se había imprimido la imagen en la retina las últimas horas, contemplándola en su celular mientras el resto de los pasajeros roncaba y dormía.

Se trataba de un hombre diez años mayor que él, canoso ya pero sin que se notara gracias a que se rapaba el pelo. Grandes ojos castaños que, por lo menos a Mijael le parecía, tenían una fijeza especial que parecía indicar que sólo le bastaba una mirada a su dueño para tener a su objeto completamente definido. Ni bien estuvieron uno en frente del otro, el hombre se acercó para darle un beso a la mejilla y una palmada en la espalda. Tenía una sonrisa por la que un chico podría fantasear a oscuras en su cuarto. Las patas de gallo y el paréntesis de la boca le daban un aire a alguien acostumbrado a estar de buen humor.

-Hola, Mija –dijo con una leve ronquera.

Mijael se dijo que no se estremecería ante el contacto y no lo hizo. En cambio le devolvió la sonrisa.

- Buona sera, Ricardo –dijo y le complació ver el gesto de leve sorpresa del otro.

El buen sentimiento murió apenas Ricardo decidió seguirle por ese camino.

-Oh, quindi si può parlare in italiano?

El acento de Ricardo, que no era tanto italiano ni tampoco el porteño al que estaba acostumbrado, hacían a las palabras que había leído en diccionarios de bolsillo sonar como algo en japonés. Pronunciaba la r con tanta fuerza que casi se lo podría confundir con el alemán. Mijael sabía la respuesta ideal para esa ocasión, pero había esperado no tener que usarla apenas tocaba suelo italiano.

-Solo… spagnolo –admitió, sintiéndosele calentar el rostro de la vergüenza.

Ricardo le dio otra palmada para tranquilizarlo mientras tomaba el bolso que llevaba en su mano. Debió sentir que llevaba poco y nada dentro de ella, pero no hizo ningún comentario y le hizo un gesto de que saliera. La isla de Cerdeña le dio la bienvenida a sus calles con una brisa que le trajo a las aguas saladas del Mediterráneo. Por donde fuera que mirara había montañas coronadas de verde a lo lejos, sobresaliendo contra el claro cielo azul.

Ricardo metió su equipaje en la parte trasera de un pequeño automóvil azul oscuro. Mijael no sabía nada de autos, de modo que ni siquiera intentó ubicarlo. Apreció, eso sí, la presencia del aire acondicionado que vino a refrescarle el rostro en cuanto Ricardo presionó el botón correcto. Esperaron a que la calle estuviera despejada antes de moverse. Las ventanas estaban polarizadas, lo que reducía gracias al cielo reducía la intromisión del sol ese día. El más joven reconoció para sí mismo que todavía estaba un poco ansioso, pero que debía controlarse. Todo acabaría llegando a su tiempo.

-¿Y dónde está él? –preguntó.

-Trabajando. Volverá para la cena de la noche, con suerte.

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