12장

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Violet Ramona se fue a su habitación un poco preocupada por lo que estaban hablando sus padres en el comedor. La había aterrado y le había puesto los pelos de punta, pero eso no le quitaba la preocupación que tenía hacia Emerson. Él se había ido así nomás, sin ni siquiera haberle dado una explicación en la cual pudiese creerle. Se asomó por la ventana y recordó la noche en la que el pelinegro charlaba con ella en el árbol, pero también recordó las veces en la que su padre le enseñó a andar en la bicicleta; ella había terminado con las rodillas raspadas y su padre atropellado por su pequeña bicicleta de Barbie. Por varias semanas practicó y se lastimó, hasta que su padre dijo:

— ¡Suficiente! Te pondré llantitas a los lados.

— ¡Hasta que se te ocurrió, cabrón! —le gritó su madre desde la puerta de la casa—. Pero, ¿ya para qué? Esas rodillas ya están más sangradas que nada. Ahora la enseñas a andar en bici como Dios manda.

— ¡Vieja! ¡Se va a matar!

— No, te prometo que no me voy a matar —dijo la pequeña de ocho años. Le sonrió y su padre no evitó el reírse por su hija chimuela.

— Ta' bien. Pero tienes que aguantar vara.

Día y noche estuvo cayendo y poniéndose de pie para poder aprender como Dios mandaba, pero no fue hasta que salió volando de la bicicleta que dijo que ya no lo volvería a hacer. Se había atorado con una piedrecita y su cuerpecito había saldo disparado. Ella había sentido pasar el tiempo muy lento mientras que los gritos de sus padres se dejaban escuchar alrededor. Después los vecinos llegaron y después una ambulancia. La pequeña Violet había aterrizado con su cabeza justo en el momento en el que el casco grande que no le quedaba, había salido volando también. Su padre lo había descrito como un milagro al notar que su hija seguía viva después del tremendo golpe que se acababa de dar. Su madre se deshizo de la bicicleta y, ese mismo año de incapacidad, se hartó de las gelatinas de fresa. Los dolores de cabeza eran fuertes pero tenía que soportarlos de alguna manera. Sus padres pensaron que iba a morir pronto, así que las visitas del Padre Pascual y las Hermanas Monjas, Penélope y Alejandra, eran muy comunes; ellos llegaban y le daban la bendición de la semana o del mes. La Hermana Alejandra era tan dulce con ella que Violet Ramona le dijo un día que quería ser una monja cuando creciera. Ella en cambio, le dijo:

— Cuando pase el tiempo, conocerás y experimentarás cosas nuevas y eso hará que cambies de mentalidad —le decía mientras que la tomaba de la mano—. Por el momento, dedícate a leer, a disfrutar tu alrededor, a ver lo simple como si fuera lo máximo. ¿Me prometes que lo harás? —y la pequeña asintió.

Sus padres comenzaron a regalarle libros a montones pues el médico les había dicho que la luz de la televisión no era una buena idea si lo que querían era que ella durmiera tranquilamente. Los ataques de epilepsia podían ser más comunes si se veía mucha televisión. El golpe en la cabeza le había provocado dolores y le habían desarrollado ataques de epilepsia que eran muy comunes los primeros meses, pero, conforme pasó el tiempo y que se le trató correctamente, los ataques bajaron hasta que casi no hubo señal de ellos.

Violet Ramona se reía ahora cuando recordaba aquellos días de sufrimiento —y sus padres también porque se habían sacado un buen susto—, pero también los agradeció pues había aprendido mucho en tan poco tiempo. La joven castaña se acostó en su cama y cayó dormida en minutos.

Al día siguiente, cuando pasaba por la casa del pelinegro, notó que él ya se había marchado hacía unos minutos pues lo vio delante de ella. La joven corrió hasta con él y trató de comenzar una conversación, pero él no abrió las puertas. Las heridas del aquel chico habían curado pero no todas. Entre su pecho y espalda había un abismo.

El Chico Naranja | JinOnde histórias criam vida. Descubra agora