No sé decir que no; 05 - Even

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Me siento, irreverente, sobre el respaldo del banco, con los pies sobre el asiento del parque

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Me siento, irreverente, sobre el respaldo del banco, con los pies sobre el asiento del parque. Diviso distraídamente el paso de los peatones y los autos, mordiendo un perro caliente callejero. La tarde nublada está latente y este es mi primer sólido del día. Se me da por recordar la última vez que cociné: memoria que se sitúa sobre la semana pasada y no es gustosa. Suelto una arcada cómica al evocar el sabor de aquella lasaña. Entonces ideo contratar a alguien que me cocine. Y limpie, ya que estamos.

Oigo el ruido de pasos corriendo. Se detienen detrás mío y no resuelvo quién origina los jadeos de cansancio porque no tengo la intención; no pienso que esa persona se haya dirigido hacia mí. Su tono de reproche contradice esa seguridad:

—¿Siempre comes en la calle? —Mastico con lentitud y complicidad cuando reconozco la voz, perplejo. Finalmente giro la cabeza hacia su dirección y me encuentro con el mismo Óliver con el que había comido en el restaurante. Alza la vista y hace que su palma se dirija al cielo; entonces, vuelve a mirarme—... ¿Y bajo la lluvia?

Arqueo una ceja. Luego siento una gota en mi mano y ruedo los ojos.

—Es una llovizna casual. ¿Qué quieres?

—Qué grosero. —De espaldas y aún mirándome, se apoya en el respaldo en el que estoy sentado—. Y así no se usan los bancos, ¿sabes? Pareces un adolescente.

—¿No deberías estar en la escuela? —pregunto con pereza.

—Es domingo.

—Y, ¿para qué la mochila?

—Me gusta estudiar en el parque.

Asiento con la cabeza, aunque desvelo adrede mi desinterés. Vuelvo a mirar la calle, y descubro personas bajo un paraguas. La lluvia se acrecenta y mi rabia también.

—¡Agh, puto día gonorriento! —me enfurezco.

Un ardor aparece en mi interior; una molestia que nadie advertiría solo por repentina agua en la piel. Y en la ropa. Puaj…

—Qué problemón, eh —dice con sarcasmo. Me siento ofendido. De repente, los ojos del castaño caen en mis muñecas, cubiertas por lo que parecen vendas, pero de color beige—... ¿Y eso? —suelta, como en una risa.

Estoy a punto de lanzar un molesto «¿qué te importa?», pero me contengo: ruedo los ojos con fatiga y contesto:

—Es un accesorio. Ese es mi estilo. —Me cruzo de brazos y muevo la cabeza, como en una indignación sarcástica. Después le devuelvo la mirada, recobro mi mala cara y caigo ante mis instintos:—. ¿Qué te importa?

—Es sumamente feo, quítatelo —dice de repente con un semblante de desaprobación casi chistoso.

Me sorprendo ante el atrevimiento.

—Tú también, y no ando diciendo que te quites la cara —exclamo con dramatismo, apuntándolo con el dedo.

Ríe a carcajadas.

Iván & Even: Nuestro eterno error Tahanan ng mga kuwento. Tumuklas ngayon