VI

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Me di vuelta. Lucía estaba como seis o siete metros, mirándome con los brazos abiertos. Casi podía distinguir su cara de consternación.

—¿¡Qué hacés!?

Me arreglé un poco el pelo y le respondí en el mismo tono:

—¿Qué te parece que hago, eh?

Ella bajó los brazos.

—Eh... Bueno, no me refiero a eso...

Giré para quedar por completo de frente y crucé los brazos. Sospechaba a dónde quería ir, y me estaba enojando.

—¿Y a qué te referís, entonces?

Nos miraba a Mauro y a mí alternadamente, sin dejar de balbucear "Eh... eh...". En un momento, se volteó hacia Fulvio, pero era claro para todos que no iba a recibir ningún apoyo por ese lado.

—¿Podemos hablar a solas? —preguntó por fin.

—No —respondí, tajante—. Decilo delante de él.

Se puso colorada; tras unos segundos de silencio, estalló:

—¿Querés que lo diga? Como quieras: me importa un cuerno lo que hagas, pero ¿con él? —dijo señalando a Mauro de una manera un poco melodramática, y agregó:—. Te merecés algo mejor, Lu.

Algo mejor, claro. No era la primera vez que quería imponerme sus estándares.

—¿Mejor como quién? ¿Como ese salame que no dijo más de dos oraciones en toda la noche?

—¡No es un salame! —se apuró a decir—. Sí es verdad que habla poco, pero...

Detrás de mí oímos la voz de Mauro:

—Eh... Chicas, ¿puedo decir algo?

—¡No! —dijimos a coro.

Del otro lado, nos sobresaltó un aullido:

—¡BUENO, BASTA!

Nos volvimos hacia Fulvio. Se lo veía notablemente alterado. Tenía el rostro perfecto desencajado en una expresión de furia que le hinchaba las venas del cuello y los puños cerrados con tanta fuerza que los brazos le temblaban. Respiraba agitado; parecía que en cualquier momento le iba a dar un infarto. Lucía se alejó unos pasos de él.

La brisa de la noche volvió a soplar, esta vez, con más fuerza. Las nubes comenzaron a moverse. Poco a poco nos fue iluminando el resplandor de la luna.

—Me tenés harto. Ya te divertiste bastante. Tengo hambre.

Tardé unos segundos en entender que no nos hablaba a nosotras. Sus ojos estaban fijos en un punto detrás de mí. La voz de Mauro me lo confirmó:

—Llegás a tocarle un pelo y te juro que lo vas a lamentar.

Me volví hacia él. La sonrisa perpetua había desaparecido; ahora tenía una expresión de serenidad que anticipaba la tormenta. Yo también me alejé de él unos pasos.

Fulvio se rio con una carcajada inexpresiva.

—¡Ja! Ya es tarde. La gorda esa es mía y nadie, ¿me oíste?, nadie —remarcó— me va a impedir que me la cene. Ni vos, ni Madre, ni todo el clan junto.

Lucía me miró.

—Lu..., ¿de qué hablan? —preguntó.

Yo no entendía nada; lo único que atiné a hacer fue palparme el bolsillo en busca del diente de ajo. No podía apartar la vista de Mauro; se veía tan diferente. Contrajo las facciones en un gesto de ira, mostrando los dientes, y gruñó. Gruñó. Fulvio, del otro lado, hizo lo mismo. Parecían perros rabiosos. Lucía me tomó del brazo.

—¿Lu? —volvió a preguntar con voz lastimera—. ¿Qué pasa?

En ese momento, la luna llena quedó totalmente descubierta y nos iluminó por completo a mi hermana, a mí y a Fulvio. Casi al instante, el rostro de este se deformó de una manera antinatural: la parte inferior se alargó hacia adelante, mientras las orejas se agrandaban y ascendían. Al mismo tiempo, el cuerpo se alargaba e inclinaba, hasta que las manos, reducidas a garras, tocaron el suelo. Sus piernas sufrieron una metamorfosis similar, supongo, porque al terminar los cambios, se había convertido en un animal espantoso, delgadísimo, pura uña, dientes, y piel arrugada. Una grotesca rata pelada, con la ropa todavía puesta.

Mauro lanzó una sonora carcajada que retumbó por todo el parque.

—¡Te dije que depilarte era una pésima idea! —exclamó doblándose en dos, sin parar de reírse.

La voz de Fulvio no llegó a superar el volumen de la risa de su hermano:

—Grrrrr, te dije que me lo exigieron apenas entré a la agencia —articuló con dificultad.

Mauro no podía parar. El otro se agazapó, listo para saltar en dirección a nosotras, cuando él se lanzó desde la sombra del árbol debajo del cual había estado todo el tiempo, mientras se transformaba en un enorme lobo negro, puro pelo y rabia. Se enredaron en una pelea espantosa sin dejar de insultarse.

—¡Y no te voy a permitir que la insultes, hijo de puta! ¡Ya mismo le pedís disculpas!

—¡De qué hablás, imbécil!

—¡Le dijiste gorda!

—¡Pero si es gorda, no la ves!

—¡Dejala en paz, pedazo de forro! Ella está bien. Me tenés envidia porque, gordo como estoy, tengo más levante que vos.

—¿Más levante...? ¡Ja! Si a cualquiera que te da bola ya se la querés presentar a Madre. ¡La conociste hace dos horas, ni que fuera tu novia!

Lucía se tapó la boca con las manos. Yo estaba en shock desde hacía rato. Veía y oía, pero era incapaz de procesar nada. Demasiada información junta.

—¡Lo habré hecho dos veces, a lo sumo! ¡No me lo vas a dejar pasar nunca, la puta que te parió!

Sentí una mano en el hombro. Me di vuelta de un salto; era Ludmila, que se había apoyado en mí para recuperar el aire.

—¡Chicas...! Por fin... Por fin las encuentro. Me quedé... sin batería, no... no podía llamar...

Un alarido la interrumpió. Solo en ese momento pareció notar a los dos bestias que se destrozaban a pocos metros y exclamó, alarmada:

—¿¡Qué es eso!? ¡Rajemos ya, que nos van a ver!

Nos tomó de los brazos para alejarnos de ahí. No llegamos a dar dos pasos, cuando la voz de Mauro volvió a sobreponerse al estrépito:

—¡Si querés comerte a alguien, comete a la tarada de la hermana, pedazo de pelotudo!

Nos detuvimos a la vez.

—¡Ey! —exclamó Lucía.

Yo me solté de la mano de mi prima y avancé directo hacia ellos.

—Disculpame, ¿qué dijiste?

Los hombres lobo no se depilanWhere stories live. Discover now