El televisor arcano

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Silbaba el viento del norte entre las frías casas de piedra de aquella localidad rural. El sol salía por el horizonte con un color grisaceo, y el rocío dormitaba todavía sobre las empinadas y curvosas plantas del campo. Como cada martes el mercado matinal se preparaba en la plaza del pueblo. Mercaderes de todas las regiones se aglomeraban sobre el patio de piedra con sus puestos repletos de exóticas mercancías. Era el lugar donde se desarrollaba la vida en sociedad. Los pueblerinos compraban todo tipo de alimentos y objetos. Hablaban entre sí entre risas y palmadas. Sin embargo, nadie se acercaba al puesto del viejo Ezequiel. El anciano tenía los ojos verdes, pero no como los del resto de mortales. Estaban nublados por el espacio y el tiempo, y parecían haber visto cosas que superaban la comprensión de la moralidad humana. Sobre la tabla que ocupaba su puesto se veían figuras extrañas y monstruosas. Seres de tres ojos y garras llameantes. O seres escamosos, como si de herederos de dragón se tratasen. Las figuras parecían siempre brillar extrañamente a la llegada del mediodía. Solo muy de vez en cuando algún individuo encapuchado y vestido de negro comerciaba con Ezequiel y se llevaba alguno de esos ídolos de plata. Destacaba aquella mañana un dispositivo electrónico por encima de las ya misteriosas estatuas. Era una televisión, pero no como la que tú y yo podemos tener en el seno cálido de nuestro hogar. Era una televisión de madera. El vidrio parecía normal, pero sus paredas estaban hechas con una madera resinosa y oscura. Tenía grabados de extrañas formas a cada uno de sus laterales, y símbolos irreconocibles en ningún alfabeto humano. Jaime, un joven local se interesó rápidamente en ella. El muchacho no era apuesto, pues el acné de la juventud le había pasado una costosa factura en toda su cara. No tenía éxito ni con las mujeres ni con los hombres, y su único amigo era su hermano menor, Sergio. En un pueblo pequeño y alejado donde los jovenes aún se dedican a las labores del campo, y donde la tecnología de las grandes ciudades parece no haber encontrado la puerta de bienvenida, tener un objeto así era símbolo de excelente reputación y poderío entre los jóvenes. No era de extrañar el interés de Jaime, que veía con ojos vidiriosos la oportunidad de que la gente se acercase a él en aquél dispositivo. El muchacho se acercó al puesto del anciano y el olor a azufre golpeó su olfato. Acto seguido sus fosas nasales recibieron el impacto de una cornada de toro cuando un desagradable olor le entró por sus orificios. Parecía que hubiese algo muerto allí con él. Se cargó de valor ante las miradas de sorpresa de todo el pueblo y empezó a hablar

- ¿Cuánto por el televisor? Preguntó Jaime sabiendo que no iba a tener dinero suficiente para pagarlo.

El anciano Ezequiel se quedó inmóvil, sin mirar al joven, hasta que sus ojos verdosos y ciegos miraron de imprevisto al joven. Henry se estremeció. De la boca del viejo empezó a salir un sonido ligero y bajo.

- Este televisor requiere apenas tu servicio, muchacho. Dijo Ezequiel, que rápidamente volvió a quedarse inmóvil.

- ¿Qué servicio puede requerir un televisor de mí? Respondió Jaime.

- Este televisor es una prueba de fuerzas que tú desconoces. No quiere descansar, pero tampoco vivir eternamente. Dale buen uso o te reclamará por siempre. Dijo el viejo mientras sus brazos huesudos cargaban el pesado aparato de madera.

Jaime no entendió una sola palabra de lo que le dijo aquél hombre, pero contento y satisfecho se alejó del mercadillo dejando atrás al viejo y volviendo a recuperar su olfato normal. Conectó el televisor en una de las paredes de piedra de su casa, en las afueras del pueblo. Cuando la encendió sus pupilas se dilataron al ver los colores brillantes y los movimientos de aquella máquina. Tal fue su asombro que empezo a salivar. Pasaron las horas, y cuando su consciencia volvió a ser humana se dio cuenta de que ahora la luna bañaba los jardínes y las montañas de fuera. No sintió sueño y continuó mirando el mágico objeto. Fue cuando su hermano Sergio llegó a casa, tras una larga jornada con sus amigos, que Jaime pudo comer algo. Las noches y los días se entrelazaban en abrazos fríos y rápidamente transcurrió un mes. Veinte kilos de peso había bajado Jaime. Su rostro era casi cadavérico, y su cuerpo, antes ancho y grueso, ahora estaba repleto de restos de piel colgante. Lo cierto era que el joven estaba sufriendo, y sus ojos rojos y secos pedían a gritos ayuda. Las carcajadas causadas por cada programa de televisión eran en realidad sollozos agudos. Resonaban en su cabeza como un martillo las palabras del anciano Ezequiel. "Este televisor es una prueba", "dale buen uso o te reclamará por siempre". Y con más fuerza chocaba la frase "no quiere dormir pero tampoco vivir para siempre". Y sin embargo, Jaime no podía dejar de mirar. El joven empezó a arrastrase hacia el televisor. Con los ojos inyectados en sangre. El mando de control había quedado atrás y Henry se disponía a apagar manualmente el dispositivo. Se arrastró tres metros, y con sudor y gritos consiguió apagar el objeto. Se quedó sentado e inmóvil. Se había orinado encima. Empezó a reír de felicidad por primera vez en varias semanas. Era la primera vez que apagaba la televisión. Una voz empezó a oirse en su cabeza, la del anciano Ezequiel.

- Has sido probado, y llevas 30 días de retraso para apagar el televisor. No has superado la prueba. Resonó el anciano dentro de su craneo.

La voz se repetía chocando con sus cavidades huesudas. Y Jaime empezó a levitar en la habitación rodeado de un aire frío y rosado. Entre gritos empezó a acercarse al televisor, hasta que la punta de su nariz tocó el cristal ardiente. Sergio entró en casa preguntando por su hermano mayor tiempo después. Su hermano no estaba allí. Le había llamado la atención la capacidad de Jaime de ver tanto tiempo la televisión, y se había preocupado por alimentarle mínimamente. No obstante, su temprana edad no le permitió preocuparse mucho más por Jaime. El niño se sentó en el sofá, frente al televisor. Se quedó quieto, observando la inmensa oscuridad de la pantalla. Por un momento le pareció ver a alguien más ahí dentro. Al otro lado del cristal, observándole. Se frotó los ojos y se convenció de que había sido obra de su imaginación. Se dispuso a encender la televisión y creyó oir dos golpes secos desde dentro de la pantalla. Volvió en sí mismo y encendió el televisor. Le llamó la atención el olor a carne quemada procedente de la pantalla en toda la habitación, mientras sus ojos comenzaban a inyectarse en sangre lentamente.

Relatos desde un rincón desconocido. Where stories live. Discover now