La Bahía de Roca Esperanza

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Era un día tranquilo en la pequeña localidad costera de Roca Esperanza. El viento recorría los brezales cercanos a la playa, acariciándolos con mano firme. Las gaviotas volvían a los acantilados cercanos al faro, pues eran ya las últimas horas de luz del ocáso. El puerto estába tranquilo. Los mercadillos, tan llenos de vida durante la mañana, estában ahora marcados por un aura de silencio. Tan solo había un par de restos que había dejado atrás la rutina de un día largo y caluroso de mediados de Julio. Unas sardinas roídas por algún ave migratoria, y el puesto de frutas con dos manzanas. Los últimos pueblerinos se acomodaban ya en el seno de sus hogares, a la tenue luz de las chimeneas. En el bar estában los de siempre, el viejo Tom, que era un capitán de barco ballenero, y los pescadores que escuchaban sus historias cada noche. Siempre las mismas, pues le pesaban los años y le costaba recordar. Nada se hablaba en el pueblo de los tres barcos pesqueros que habían desaparecido a escasas millas de la bahía de Roca Esperanza, y que habían recorrido los periódicos de toda la zona norte del país.
La joven María, de tan solo 17 años de edad, había discutido con su madre. Una mujer similar a una bruja, a la que la vida la habia maltratado. Su marido falleció en la Gran Guerra dejándola sola con aquella criatura. María tenía el carácter rudo de su madre, a menudo le plantaba cara. No estába teniendo una buena adolescencia. Su juventud a menudo chocaba con el catolicismo extremo y conservador de su madre. La casa dependía de la joven y su pequeño puesto de panes en el mercadillo matinal. Sin embargo, de ella emanaba la dulzura de aquellos cuyo futuro se ve prometedor. Su cabello era moreno, y su piel blanca como la espuma del mar. Sus ojos tenían un tono verdoso, como los bosques que se encontraban hacia el interior de la comunidad. En su muñeca derecha tenía el tatuaje de un delfín, pues se trataba de su animal favorito. Era una experta nadadora, ya que, cuando el trabajo se lo permitía, iba con sus amigas a nadar hasta el peñasco que se encontraba en el centro de la bahía. Habría llegado a ser una mujer bien deseada de no ser por lo que pasó aquella noche. Se escapó de casa, no quería ver a su madre por un largo rato. La discusión había sido más acalorada que nunca. Posiblemente a causa de algún muchacho. Rápidamente, la joven bajó corriendo la pequeña cuesta que atravesaba el mercado y desembocaba en la playa. Cansada y agobiada, se tiró en la arena. Disfrutaba viendo las olas chocar contra la tierra húmeda. Le ayudaba a pensar y relajarse. Sintió de pronto el impulso de bañarse. Las estrellas bañaban ya el cielo, mar y cosmos se juntaban infinitamente. Distinguirles era imposible. María se quitó la ropa, mostrando al horizonte su cuerpo joven y desnudo. Lentamente comenzó a meterse en el agua. Primero los tobillos, después las rodillas. Hasta que su cuerpo se hayaba flotando en la inmensidad del mar. Estába demasiado oscuro como para ir hasta el peñasco, asique se limitó a nadar a unos 50 o 60 metros de la orilla. Nadó unos minutos, olvidando las discusiones con su madre. El agua estába tranquila. Repentinamente algo la rozó el pie y María se puso nerviosa. Tardó varios minutos en tranquilizarse de nuevo. Sin embargo, una sensación de temor se incrementaba en su corazón. Sentía que algo no iba bien, como si no estuviese sola en aquellas aguas frías y plácidas. Veia al fondo las luces del pueblo, asique comenzó a nada hacia ellas con toda la velocidad que aquél ataque de ansiedad le permitía tener. Frenó, algo había llamado su atención. Unas luces fluorescentes nadaban debajo de ella. Nunca había visto nada parecido. Repentinamente, se hicieron más y más débiles, sumergiéndose en las oscuras profundidades marinas. Asustada, continuó nadando. Se dió cuenta de que la luz volvió a emerger, y un pinchazo recorrió su pie izquierdo. No sintió dolor. Pero asustada dirigió la mano hacia su extremidad. No encontraba su pie, solo lograba palpar un material gelatinoso, como si de algas se tratase. Desprendía una sustancia caliente. Entonces lo entendió, algo le había cercenado aquella extremidad. La extraña sustancia era su propia sangre, que se entremezclaba con el agua ahora turbia y revuelta. Fue en ese momento cuando el dolor empezó a invadir su cuerpo. El pánico se apoderó de ella, y los gritos de angustia rompián el silencio nocturno. Pese a todo, estába demasiado lejos de la orilla como para que alguien le escuchase, pues podría ser facilmente confundida con algún tipo de ave nocturna. María había perdido de vista el extraño fulgor fluorescente. Con rapidez trataba de alcanzar la superficie arenosa y humeda. Un dolor irremediable se apoderó nuevamente de su cuerpo, en este caso, la cintura. María podía sentir como sus dos piernas estában en el espacio cerrado de dos grandes mandíbulas. Fue zarandeada entre gritos de dolor, y notaba como sus tripas se hacían gelatina bajo las revueltas olas. El brillo de luz fluorescente estába justo debajo de ella, iluminando su cuerpo desnudo bañanado por la sangre a la luz de la luna. Alcanzó a decir unas últimas palabras: "Dios, haz que pare". Acto seguido, su cabeza se hundió en las aguas oscuras y profundas junto al resplandor que se iba disipando bajo una estela roja. Las aguas volvieron a calmarse sin un solo ruido más.
Había sido una noche tranquila en Roca Esperanza. Puesto que se trataba de un pueblo pequeño, los rumores y leyendas se extiendieron como la pólvora. No tardaron los vecinos de la localidad en empezar a inventar historias sobre aquella joven que había desaparecido hacía dos días. Que se fue con un hombre del interior al que amaba, que había sido su madre quien había acabado con su vida. Esto eran, por supuesto, habladurías dignas de taberna. No fue hasta la mañana del tercer día a su desaparición, con esas primeras luces del alba, cuando el viejo Tom, limpiando su barco, encontró los restos descuartizados, cortados como por una sierra dentada, de una persona. Ese día apareció una parte del torso, con la columna vertebral roída por los cangrejos. Dos días después fue un brazo con el tatuaje de un delfín en la mano derecha. Los rumores se apagaron en el pueblo. Nadie sabe qué o quienes causaron semenjante atrocidad, ni qué es lo que habita en la bahía de Roca Esperanza. Pero desde ese momento, se prohibió el baño y navegación en sus aguas. Todo ello patentado por un temor sin nombre en la mente de los pueblerinos, conscientes de que, fuese lo que fuese lo que le hizo eso a la joven, sigue bajo esas aguas negras, esperando a su próxima presa.

Relatos desde un rincón desconocido. Where stories live. Discover now