M A T J A Z

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         <La noche es oscura y alberga horrores>. Nunca había repetido aquella oración tantas veces en su vida. 

         Se encontraba en la oscuridad de la noche sin una llama más que la de su propia alma que les hubiera podido iluminar el camino. La flama de la espada de la luz se había apagado hacía mucho. No había tenido Matjaz de Asshai cómo contar los minutos en el tiempo de modo que para él la noche había sido ya una eternidad. 

          El día se había apagado hacían varios días atrás. Todo el filo del acero estaba escarchado y a medio congelar, aunque por lo que creían que era la noche, cierto resplandor transformaba aquel filo de hielo en agua que a cuentagotas recogían en un diminuto cuenco de madera para beber y ese mismo calor los había mantenido con vida durante la tormenta.

— Busca a mi esposo – le había dicho la reina -. Buscad al rey.

         Le había puesto en sus manos una bolsa de oro con dragones que en su vida había llegado a poseer y dentro del saco, una cajita de madera tallada, pulida y pintada que contenía la corona de quien se debía sentar en el Trono de Hierro y que Matjaz de Asshai cuidaba con la vida.

          En sus fuegos había visto el hielo, había visto la nieve y el viento en el que ahora vivían. Había visto los castillos y las torres. Había visto la rosa del invierno; al dragón desangrado; a un rey caer desde los cielos; a un cachorro huargo sin rostro; a miles de caballos galopando en la oscuridad; a uno con una espada de hielo guiado por un muerto en un árbol; a un segundo con una espada negra guiado por un cuervo negro lanzado por una mujer de cabello rojo en una torre roja; y a un tercero sin espada, pero con corona, despidiéndose con la promesa cruel de regresar entre los labios.

          Y había visto a la bestia marina, a la bestia de ojos rojos y al otro de ojos azules ganando cada uno su parte de la guerra. Y lo había sabido. Había sabido hacia dónde debía comenzar a buscar.

          Pero no había llegado muy lejos cuando ella se le había unido. No habría sabido cómo la maestra de los susurros había podido  dado con él cuando Matjaz había sido tan discreto y silencioso para moverse, pero lo había hecho. Ella no había querido decirle cómo, pero por el cielo los pajarillos volaban sin que nada se los impidiera, y desde lo alto no había algo que pudiera quedar oculto si se tenía alas.

— He escuchado al lobo pequeño, Matjaz – le había dicho, en la posada mugrienta frente al Ojo de Dioses -. Conjurando hechizos en la noche. Haciendo sacrificios de sangre e invocando sombras.

— Ese lobo nunca ha sido pequeño. Siempre ha sido grande y con un corazón oscuro – Jostin Stark siempre había sido misterioso ante los ojos de la luz y siempre se las había arreglado para moverse silencioso como la muerte por la Fortaleza -. ¿Qué decían esos conjuros?

— El chico hablaba el qohoriense, la antigua lengua, el valyrio y otros que no pude comprender. Otros que eran como el crujido del hielo al romperse y otros que sonaban como el cantar de la tierra.

— Imposible – sonrió, aunque debió de haberse echado a correr.

— Lo leía de un libro rojo que encontré en su habitación. Pero no pude abrirlo siquiera. No era correcto. Ni siquiera para mí. Contenía maldiciones terribles, aquello pude sentirlo. 

— ¿Pero qué decían esos conjuros? ¿Cuál era su traducción, al escucharlos?

— Creo que eres capaz de imaginar su traducción, Matjaz. No soy capaz de repetirlo.

— Entonces hube estado en lo cierto – cerró los ojos, como si lo viera -. La muerte caminó por el Trono de Hierro durante ese día.

— Hiciste bien en quemar todo cuanto pudiste.

Poniente III: Corona de CuervosOnde histórias criam vida. Descubra agora