A R T O R I U S

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            Las puertas de Desembarco del Rey llevaban cerradas casi una luna y la corte del Trono de Hierro era una locura.

         Grandes señores, mercaderes y aristócratas habían abandonado la Fortaleza Roja para volver a sus mansiones a por refugio seguro una vez que el nuevo gobernante de los Siete Reinos hubo demostrado ser un inútil.

          El príncipe Aloys Targaryen había vuelto de Valyria junto con toda su familia, sirvientes y riquezas, y había aprovechado que ningún dragón se encontraba en la capital para reclamar la corona de su familia por lo que se hubo proclamado regente, hubo aislado la ciudad del mundo y hubo dejado que las guerras consumiesen lo que había a su alrededor para ser el rey de lo que quedara.

          O eso les había dicho su septa cuando una docena de capas doradas les prohibió abandonar la ciudad y más tarde, abandonar el castillo.

         Primero, el príncipe dragón se había deshecho de la vieja lady Connington que, si bien la septa decía que era una mujer temible e insensible, había servido bien a los últimos reyes y que los reinos, en guerra, se sumirían en más todavía guerra sin su expertiz.

         Luego, el príncipe Targaryen había encerrado en mazmorras de aislamiento a los lores del Norte por su posible participación en el ocultamiento del Stark que había asesinado al hermano menor del príncipe.

         Aquello había sido el horror del horror y ese fue el momento en que la Fortaleza comenzó a vaciarse antes de que cualquier otro resultara ser el siguiente. Tan solo lord Crakehall había mantenido su posición en el consejo privado como maestro de moneda junto con el Gran Maestre, a quien se le veía siempre inquieto, moviéndose de aquí para allá.

          Y las puertas del castillo se les había cerrado también para todos los ejércitos personales. Leones, lobos y halcones, todos a esperar dentro de la ciudad, pero fuera de la Fortaleza. De ese modo se aseguraba el príncipe que ningún señor prisionero se levantase en rebeldía.

— ¿Prisionero yo también? Ni siquiera soy señor de nada - le había dicho Artorius a su septa -. ¿Por qué príncipe Targaryen teme de mí?

— No parecéis tener la edad que tenéis, Artorius - le había dicho, secándose la frente del sudor por el estrés le causaba -. Vos tenéis noventa caballeros del valle en la ciudad, caballeros que valen por cuatro desembarqueños. No hay Guardia Real y vos mismo tenéis reputación de buen guerrero. Os teme. A vos y a vuestra hermana.

         A la buena septa se la llevaron a la semana siguiente.

         Únicamente le quedaba su hermana. A ambos le habían dado estadías conjuntas, divididas por una única gran puerta que rara vez habían utilizado para invadir la privacidad del otro. Cada habitación contaba con una sala, un cuarto de dormir, un baño y una terraza desde donde se podía ver el Aguasnegras.

         Y siempre se habían divertido en la Fortaleza Roja.

          Siempre habían sido desordenados, mal portados y les encantaba jugar bromas a sirvientes, cocineros, porqueros, guardias y príncipes por igual. Visenya Targaryen siempre había sido propensa a sus bromas, aunque siempre se había portado algo taimada. Al principito heredero, Daenos Targaryen, Artorius lo había capturado tres veces para llevarlo a pasear a caballo por la fortaleza sin que la reina lo notase hasta que lo devolvía sudado y sucio.

         Al príncipe Alagan le había dejado moratones hasta por debajo de las uñas con los entrenamientos con la Guardia Real. Había practicado hasta el cansancio con el príncipe Liam Martell con lanza y látigo, y nunca había podido superarlo en ello. Darshan Fuegoscuro había sido siempre amistoso; el viejo lord Comandante un bicho de temer cuando se lo había cruzado apenas una sola vez en los entrenamientos en el patio. Incluso lady Sienna Stark se había sonrojado exquisitamente luego de haberle contado el chiste más soez que había aprendido en el Valle.

Poniente III: Corona de CuervosWhere stories live. Discover now