Masoquismo

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-¡Señorita Eva, se la acusa de haber robado en el puesto de fruta del señor Albert, por lo que ha sido condenada por los miembros del jurado a recibir doscientos latigazos en la espalda, como pena por acto tan vil!- la voz del juez sonaba dura, tenía fama de ser alguien cruel, sobretodo con las mujeres, nadie sabia porque.

La señorita Eva alzó su vista, estaba atada a un poste de madera, sus manos estaban atada a este y su pecho se quedaba pegado a la madera, dejando su espalda al descubierto. Al cabo de unos segundos el verdugo le rompió el vestido andrajoso que llevaba dejando su espalda llena de cicatrices al descubierto, producto de otras sentencias anteriores, pero a pesar de todo, su espalda seguía firme y no había ninguna deformidad causada por los castigos impartidos en su momento.

-¡Encomiende su alma a Dios por si fallece durante su ajusticiamiento!- grito de nuevo el juez.

La señorita Eva frunció el ceño, apretó los dientes y miró con furia al público que había delante de ella, en su interior la rabia se había acumulado, ansiosa de salir como una bestia lista para matar a su presa.

-¿¡Dios?, el fue el que me dejó sin hogar, el fue el que me abandono en la calle, el fue el que me ha traído aquí, ¿y me pides que le rece a Dios?, por mi podéis arded en el infierno malditos!- grito Eva llena de rabia zarandeandose como un animal atado.
-¡¿Cómo osáis pronunciar esas palabras?, se os ha perdonado varias veces dándoos tan solo cien latigazos, esta vez morireís aquí, os condeno a morir a base de latigazos!- la gente del pueblo gritó eufórica.

El primer latigazo no se hizo esperar, Eva se tensó de golpe y solto un grito de dolor, el cual fue seguido de otro y de otro mas. Eva recibió tantos latigazos que dejo de sentir la espalda, se notaba cansada, la sangre fluía y la gente del pueblo la insultaba y escupía sin cesar. Eva cerro los ojos, con lágrimas en estos, pero aquellas lágrimas no eran de dolor, eran como de...¿placer?, con las pocas fuerzas que le quedaban alzó la cabeza y mirando a los habitantes del pueblo esbozo una sonrisa débil.

-Satanás...a ti entrego mi pobre alma de plebeya, a cambio pido que me liberes...y condenes este pueblo a lo mismo que me hicieron a mi...- susurro la pobre Eva, antes de perder el conocimiento.

De pronto Eva abrió los ojos y se levantó de golpe, solo habia sido un sueño, o mas bien, una pesadilla, pero por suerte estaba de vuelta en su tienda de campaña, dentro de aquel campamento de gente que habia sido condenada  por causas cuestionables, como era el caso de Eva, por robar una manzana para comer, aunque lo habia repetido varias veces. Pero el simple hecho de recordar los latigazos la hacia temblar, necesitaba hablar con Solo, después de todo nunca juzgaba a nadie y siempre ayudaba a todo el mundo, era como la encarnación de Dios, pero esta vez, mas humano, menos divino, tenia necesidades como todo el mundo y actuaba como un mesias que se llevaba por sus instintos.

Eva recordó las noches en las que soño con Solo, estaban los dos a la orilla del rio, en silencio, disfrutando del sonido del agua chocar con las piedras, y sin previo aviso, Solo se abalanzaba sobre ella y la complacia con sus manos. Sueños impuros, sueños pecaminosos que merecían un severo castigo, quiza Solo podría aconsejarla en aquel mar de dudas que tenía en su mente. Luego de ponerse un vestido color carmesi, Eva se recogió su cabello castaño en una coleta y se preparo mentalmente para todo lo que le pudiera decir Solo, y sintiendose preparada, salio de su tienda, dandose de bruces con la luz solar, la cual la dejo quieta umos segundos hasta que se acostumbro al cambio.

-¡Buenos días Eva!- escucho la joven detras suya.

Al girarse se percató de quien se trataba, era Beltrán, un monje que habia huido del monasterio de su reino por problemas con los demás monjes.

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