No me olviden.

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Trece años, la muchacha de cabello azabache como la noche rozándole los hombros tenía trece años cuando su madre falleció en un accidente automovilístico. No iban con frecuencia a la ciudad, el camino era tedioso y largo y odiaban la carretera, ya que les parecía riesgosa.

René Terrence había acabado internada en el hospital estatal aquella noche tormentosa, con su mirada agotada recorriendo la pequeña habitación que su familia y amigos habían decorado con globos, flores y muchos peluches envueltos en plástico, para que así las pelusas no contaminaran el ambiente. Mientras aún se encontraba consciente y el analgésico corría por sus venas, René les cantaba a sus hijas canciones que solían escuchar cuando viajaban en familia, Phil Collins, The Beatles y Frank Sinatra, entonando en dulces susurros como acostumbraba. Su mano jamás soltó la de su amado esposo, Paul, aunque el agarre cada vez perdía más fuerza. Sabía que moriría, pero nunca mencionó palabra alguna a sus dos hijas.

Había recibido su propio parte médico cuando su esposo e hijas iban camino al hospital, y no tenía intenciones de compartir la historia clínica con las dos pequeñas. En ella, decía que un par de sus costillas habían sufrido fracturas y que una de ellas perforaba su pulmón derecho, dejando al órgano completamente inútil. Estaba segura de que no entraría en la lista de trasplantes a tiempo, ni tampoco tenían tanto dinero como para poder pagar por uno. No había nada por hacer, salvo mantenerla viva por cuantas horas aguantara con la ayuda de los analgésicos e intentar ir a una cirugía, que de todos modos era tan riesgosa que las probabilidades de sobrevivir eran casi nulas.

El incidente se había dado de noche, cuando volvía de una conferencia que había dado frente a un puñado de doctores. Era una doctora exitosa a quien las personas reconocían por sus múltiples libros de medicina experimental, así que era bastante normal que los hospitales o la prensa la convocaran a conferencias muy a menudo. Llovía y había mucha niebla aquel día pero René había preferido ir sola, la mujer había estado tan cansada que solo hizo falta un parpadeo para que su vehículo se topara con otro y eso diera rienda suelta a una serie de giros que la dejaron en estado crítico.

La cirugía estaba programada para la madrugada del día siguiente, pero algo le decía a René que no aguantaría lo suficiente. Se despertó sobresaltada en medio de la noche, antes de que fueran las doce. Sus hijas dormían encimadas en el sofá de visitas, y Paul, sentado en una silla incómoda a los pies de su cama, luchaba para mantener sus ojos bien abiertos.

El azabache buscó a tientas la mano de su esposa y la tomó con fuerza, sin poder contener por más tiempo el llanto. Paul también había leído el expediente de René, pero fue en ese instante, luego de intentar convencerse de que todo estaría bien, que cayó en la cuenta de que René ni siquiera llegaría a la operación con vida.

- No me olviden.- René susurró entre la oscuridad de la noche, aunque sabía que no la olvidarían.

- Jamás, luciérnaga.- le contestó su esposo, antes de que el control de los signos vitales de René comenzara a sonar con fuerza, llamando a enfermería y despertando a las niñas. 

René Terrence no llego a la cirugía.



Ese mismo día, los Terrence regresaron al rancho desde el humilde hotel en el que se habían hospedado durante su estadía en la ciudad. Esquivando las fuertes miradas de los habitantes de Broke Jaw, arribaron a su gran casona ubicada justo a un lado de la de la familia Otto, ambas alejadas del resto. 

Thomassin subió a trompicones las escaleras, desparramando lágrimas por cada escalón al que ascendía. Una vez en el segundo piso, se encerró en el baño y, con ayuda de la afeitadora de su padre, se cortó el cabello tan corto como el de su madre a su honor. 

Paul se mantuvo tieso en el pórtico de la casa hasta que junto el valor suficiente para ingresar en ella,  dirigiéndose, sin mirar el sin fin de fotografías del pasillo, hasta la habitación matrimonial que compartía con René. Aquello lo hirió aún más, el vacío del otro lado de la cama fue lo que logró que el duro hombre no dejara de llorar contrala almohada, para no ser escuchado por sus hijas.

Willow no quería estar en su casa, de hecho, no quería estar en ningún lugar que le recordara a su madre. Sus pasos estaban tan perdidos entre la bruma del rancho como ella, y no podía dejar de tomarse el pecho cada vez que pensaba en su madre. Le dolía el corazón, los pulmones, el estómago. Se sentó en el precipicio montañoso que pendía arriba del lago de Broke Jaw, y allí se mantuvo un par de horas.

Cayó la tarde y el cielo empezaba a oscurecer, pero eso no le importó en lo absoluto, no podía moverse de ahí. El atardecer se teñía de colores pasteles, casi rosas, y las nubes parecían moldeadas por el más grande artista.

En cuestión de minutos, caería la noche, y aún seguía allí.

Troy Otto se unió a la azabache aquella tarde, luego de ser guiado por un llanto agonizante que le erizó la piel. Había buscado a Willow por todos lados, pero se imaginó a aquellas horas, ya estaría de regreso en su casa. No estaba en la gran vivienda, la luz de su habitación no estaba prendida, la camioneta de los Terrence estaba vacía también y los habitantes del rancho juraban no haberla visto en todo el día. 

La encontró, por fin, en el pequeño acantilado. Willow envolvía su estómago con sus dos brazos y su ceño estaba tan fruncido que el ojiazul creyó que se arrojaría por la pendiente. No lo hizo, el niño se aseguró de que estuviera segura enganchando su brazo con el de él.

- Lo siento tanto.

Troy siempre había sido un muchacho de pocas palabras, jamás hablaba de más a no ser que fuera estrictamente necesario y sus oraciones usualmente solían ser cortas. Con Willow, sin embargo, eso cambiaba. La niña lo obligaba a mantener conversaciones largas y lo atosigaba si comenzaba a responderle con blancos y negros. Ese día, fue Troy quien tuvo que ser protagonista de la mayoría de la charla, sentado a su lado, intentando apartar la evidente rivalidad entre ellos. 

Luego de encontrarse sin más palabras que pudieran reconfortar a la muchacha, Troy fue por sus cuadernos y pinturas, y realizó un retrato de René Terrence que acabó por regalarle a la pequeña, antes de darle un corto abrazo y dejarle un poco de espacio, volviendo a su hogar con un nudo en la garganta.

René Terrence lo había cuidado aún más que su propia madre, y ahora se había ido por siempre.

MÓRBIDO. |TROY OTTO|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora