Insomnio.

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Cuando la víspera se vuelve lúgubre, el céfiro obtiene una densidad superior. Se vuelve pesado. Extenuante. Insufrible. Como si llevases en tus hombros un bulto que no deja caminar con normalidad, y, siendo entonces, dormir, el único método de recobrar energías (O la alegría). Pero, solamente caes. Y ya. No pasa nada. Sólo te desplomas en el lecho, preguntandote, o, más que eso, reclamandote con tu último afán, el por qué te cuesta tanto. Y comienzas a sentirte mal por sentirte mal. La víspera se hace más larga que el día. El sol se oculta con rapidez, como si algunos gusanos fueran en su caza. A diferencia de la Diana, que con suma elegancia se postra sobre el estrellado cielo en un intervalo que simula una eternidad.

La somnolencia es tanta, que, anhelas poder simplemente cerrar los ojos y abrirlos ocho horas después.

Sencillamente se vuelve un ambiente tétrico y tenebroso. Donde las penumbras asustan más que los sonidos intangibles. Comienzas a sentirte vulnerable por nada, y a su vez, por todo.

El entorno se vuelve distorsionado y abstracto, como si de una pintura de Van Gogh se tratase. Giras buscando el júbilo de un corazón que ya no palpita a tu lado. De un lado a otro. De un lado a otro. Como un ventilador descompuesto que no puede parar de mirar a todos lados, pero, sin poder mirar nada. Las lágrimas comienzan a bajar por tus mejillas. Velas tu rostro con las palmas de tus manos, como si realmente alguien pudiese verte en ese instante, pero, no es así, estás sólo.

No estoy sólo. Puedo dormir. Quiero dormir. Tengo sueño. Dónde están todos.
Cuándo va a amanecer. Cuándo va a amanecer. Cuándo va a amanecer.

Repito una y otra vez, esperando que el sol vuelva a salir. La almohada ya no es de mi talla. No funciona. Está descompuesta. Me acuesto en ella, pero no funciona.

El gallo entona su canción. El sol ha salido.

Ya no tengo sueño.
Solo tengo insomnio.

Madrugadas. Where stories live. Discover now