Capítulo 20. Familia

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Mi tía se enteró de lo mío con Samuel el día de Navidad, cuando me llamó para felicitarnos a mi hermano y a mí. Se quedó en silencio tanto tiempo que pensé que se había cortado la línea o que ella había colgado, pero me dijo que aquello no era una buena idea y que quería que las dos hablásemos a solas. No me sorprendió al advertirme de que Samuel era un hombre posesivo, excesivamente serio, incluso aburrido, y que era un pervertido de pies a cabeza.

―Yo también lo soy ―admití, dando un trago de mi café―. Por eso nos llevamos tan bien. No te preocupes.

―¿Y sabes que es estéril?

―Sí, me lo dijo al principio. Pero no tengo intención de momento de ser madre, la verdad.

―De momento ―recalcó―. ¿Qué harás cuando la tengas? Porque te aseguro que no es nada fácil asumir que no podrás tener un hijo con el hombre al que quieres.

Dudaba mucho de que ella hubiera querido a Samuel, pero decirle aquello habría resultado en una discusión que no me apetecía en absoluto, ni tampoco tenía sentido.

―Ni siquiera sé si yo podré hacerlo. Y sí, me apena que no vaya a ser el padre biológico, pero sí que lo será en el resto de sentidos. Eso está comprobado.

―Y esa es otra. Lo más importante de todo: ¿qué ejemplo le estáis dando a Alejandro?

―El de una familia unida que se quiere mucho. Tú misma le oíste por teléfono. Además, yo estoy en mi piso y ellos en el suyo.

―Sí, seguro que no dormís juntos.

―Tampoco es asunto tuyo, tita.

―Claro que lo es. Alejandro es mi sobrino, Paula.

―Ahora es el hijo de Samuel.

Le mantuve la mirada reuniendo toda la seriedad que me fue posible, y soportar la tensión que se creó entre ambas mereció la pena cuando la vi bajar los ojos.

―Tampoco es que pueda hacer algo ―confesó―. Él se relaciona muy bien cuando quiere. Y si Alejandro está feliz...

―Lo está. Y más que nunca, con el cambio de centro.

―Pues tampoco esa me parece una buena decisión. Vuestro colegio era uno de los mejores del país.

―Sí, pero le tenían amargado, tita.

―Bueno, ¿y tú qué tal? Apenas me hablaste de la carrera.

―No está siendo del todo como me gustaría, pero es normal en primero.

―¿Y piensas hacer ese viaje... ¿Cómo se llama?

―¿Erasmus? No lo sé. Ya veremos.

―¿Es por Samuel?

―Deja de meterte con él, tita. Nunca me ha pedido que no haga algo. Soy yo la que no sé si querré separarme tanto tiempo de él y de mi hermano.

―Cielo, harías mejor en no contar tanto con Samuel para el futuro. Ni siquiera tienes veinte y hay muchas cosas que deberías experimentar antes de comprometerte tanto.

―Y yo creo que todo el mundo debería experimentar una relación como la que yo tengo con Samuel. Eso me parece más importante que la fiesta y el folleteo.

―No me refiero a eso, Paula. Hablo de la libertad de ir y venir. No se tiene con Samuel ni con ninguna otra pareja.

―No estoy diciendo que lo nuestro vaya a ser para siempre, aunque lo piense y lo quiera. Durará lo que tenga que durar. No pienso acabarlo antes sin un buen motivo.

―¿Y no te parece un buen motivo que pierdas tus mejores años?

―Suenas como una vieja. ¿Y los mejores años nos son la treintena?

―No está siendo esa mi experiencia.

―Será porque no quieres.

―No es tan fácil dar con un buen hombre. Mira, ahí te admito que Samuel al menos es leal, aunque sea solo de actos.

Sentí cómo me trepaba la ira. Su pasivo-agresivo de mierda era una de las cosas que más detestaba de su persona. Y sí, entendía que Samuel tuviese pensamientos lascivos con otras mujeres, como yo podía tenerlos con otros hombres, pero eso no quería decir que me gustara oírlo. Ni a mí ni a nadie.

Le di un último trago a mi café y me despedí para volver a casa. Samuel estaba preparando el almuerzo y le secuestré para echarle un buen polvo, que le dejó tan satisfecho que ni me preguntó si ocurría algo. Pero, de repente, caí en la cuenta de que no me encajaba del todo lo bien que al final se había tomado mi tía la noticia, y eso me llevó a preguntarle si había algo que yo no supiera. Esa misma noche le castigué por haberla sobornado con una retribución al mes, de su propio bolsillo, que pensaba mantener hasta que Alejandro fuese mayor de edad.

La idea no terminó de convencerme hasta que vi que pasaban los días y nada cambiaba. De hecho, a pesar de la ausencia de mis padres, aquella fue la mejor Navidad que recordaba haber vivido desde que dejé de creer en los Reyes Magos. Fue más o menos al mismo tiempo que me di cuenta de que ni mis padres se llevaban del todo bien, ni mi tía soportaba a su hermana, ni mis abuelos se entendían con sus consuegros, y además, uno de mis primos era demasiado cariñoso conmigo y otro siempre me estaba intentado hacer sentir idiota.

Tras las vacaciones, vinieron los primeros exámenes universitarios, y Samuel y yo nos vimos menos aún que a finales del bachillerato. Eran muy densos y demasiado definitivos como para no comprometerme todo lo posible. Pero al acabar, conseguí que mi hombre me acompañase a celebrarlo a una discoteca. Y unos días después, decidimos que ya era hora de que me mudase con él y con Alejandro.

María, con quien yo estaba compartiendo el piso, ya había contado con aquello y había ido preguntando por ahí si a alguien le interesaría vivir con ella. Sus padres podían permitirse pagar el piso de sobra, si no yo le habría pedido a Samuel que continuase afrontando mi parte, pero María era un poco cagueta y no le agradaba la idea de dormir sola. Encontró pronto a una chica que estaba hasta el gorro de su compañero de piso.

Y así, de nuevo bajo el mismo techo por completo, Samuel y yo decidimos ir a registrarnos como pareja de hecho, lo que protegía aún más a Alejandro. Y así, también, siguió pasando el tiempo, mi familia siguió unida, y llegó por fin el verano, y los dos pudimos regresar a nuestro pequeño paraíso en la tierra.

En el último año de carrera, cuando lo nuestro era más un matrimonio que otra cosa, decidí irme a Alemania. No solo para mejorar el idioma, no solo por la experiencia en sí, sino también porque me parecía que nos vendría bien a ambos. Seguíamos con nuestros juegos, pero eran muchos menos habituales y, sobre todo, me parecía que nos dábamos un poco por sentado el uno al otro.

Estaba sufriendo por la regla en mi cama, añorando las atenciones de Samuel y debiendo escuchar los gemidos de una de mis compañeras de piso, cuando llamaron a la puerta. Alguien abrió y atiné unas voces, sin entender nada, y luego un grito. Fui a mirar qué ocurría, pero la puerta de mi habitación se abrió de repente.

Era mi compañera, envuelta en una sábana y diciéndome en inglés que había llegado el loco de mi novio y que casi le había pegado a su follamigo. Samuel entró en la estancia y le cerró la puerta en las narices, y cuando se fijó en mi gesto de dolor, me cogió en peso y me tumbó en la cama antes de irse a preparar un chocolate.

―Esta vez te has pasado un poco ―dije, soplando en mi taza.

―La chica que me ha abierto ha creído que era el novio de la que estaba con ese chico. A punto he estado del infarto.

Sonreí con gran satisfacción.

―Ya te daré tu merecido.

Papa LoveDonde viven las historias. Descúbrelo ahora