Capítulo 3. El test

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En el desayuno, cuando fui a saludarle como todos los días, Samuel giró la cabeza y mi beso acabó en su boca. Alejandro estaba detrás y nada podía ver, así que le volví a besar y a volver a hacerlo. Él me observó mientras yo iba a sentarme a la mesa y mientras me sentía más feliz que ninguna otra mañana.

Pensé que haría lo mismo con la despedida en el coche, pero a pesar de las quejas de mi hermano, quiso dejarnos frente a la puerta del colegio.

―Soy responsable de vosotros ―dijo―. Seguiros con el coche me parece una tontería.

―Pues no nos sigas ―repuso mi hermano―. No vamos a perdernos.

―No protestes. Si alguien te dice algo, le mandas a hablar conmigo.

Se mantuvo allí hasta que sonó el timbre para entrar a las aulas. Me pregunté si lo haría para ver si algún chico me saludaba con un beso, pero eso no iba a suceder de todos modos. Mis labios y todo mi cuerpo eran solo suyos, al menos mientras él así lo quisiera.

El tiempo volvió a ralentizarse, pero me obligué a centrarme en las clases y hallé así cierta distracción, aunque tuve que volver a pedir ir al servicio. Entonces, cuando regresaba al aula, escuché la risa de una mujer y también la voz de Samuel. El corazón me dio tal vuelco que tuve que llevarme la mano al pecho.

Me escondí en el hueco de la puerta del aula más cercana, y desde allí vi a mi profesora de matemáticas hablando con mi hombre en mitad del pasillo. Él hizo el amago de irse, pero ella le llamó la atención, le dijo algo, y luego le tocó un brazo mientras sonreía. Samuel estaba tan serio como de costumbre, como lo estaba también conmigo.

El pecho me dolía tanto que me encerré en el baño y aproveché la soledad para dar rienda suelta a mis lágrimas. Esperaba que de esa manera pudiera mantener la compostura cuando volviera a ver a Samuel, pero cuando regresé al aula, el profesor me preguntó qué me ocurría y indicó que fuese a la zona de dirección para que alguien me revisase.

Pensé que solo me dejarían sentada en una silla esperando a que se me pasase el supuesto mareo que me había dado, pero me llevaron con la orientadora y ella quiso saber si yo creía que podía estar embarazada. Enseguida recordé el semen de Samuel llenándome entera y escurriéndose entre mis muslos, y acto seguido, la mano de mi profesora de matemáticas en su brazo. El llanto regresó y la orientadora dedujo lo que no era.

―No, no es eso.

―¿Segura? Deberías hacerte una prueba.

―No tengo novio ni nada. No es eso.

―¿Entonces? ¿Qué te preocupa? Me han dicho que estás un poco distraída últimamente.

―No es nada. Es que... Bueno, me gusta alguien que... No es lo mismo para ambos.

―Entiendo. No te preocupes, se te pasará. Hay muchos chicos que...

―Sí, ya lo sé. Estoy bien.

Se mostró resignada, sabiendo que nada podía hacer por mí salvo recordarme que ella estaba disponible para cuando yo lo necesitase, y me permitió marcharme. Acababa de entrar en el vestíbulo del colegio cuando escuché mi nombre, y allí estaba Samuel, con más seriedad en el rostro que nunca.

―¿Qué haces aquí? ―pregunté evitando mirarle a los ojos.

―Me han llamado. Dicen que te has mareado.

―Estoy bien. Vuelve a casa.

―Te vienes conmigo.

―¿Qué? No, tengo clase.

―Hoy no.

Me agarró del brazo y tiró de mí fuera del colegio. Pensé en resistirme, quería hacerlo, pero lo que más deseaba en el mundo era estar a solas con él todo el tiempo posible. Me metió en el coche y condujo durante apenas un minuto.

Papa LoveDonde viven las historias. Descúbrelo ahora