Capítulo 7- Un largo camino

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           “Soy el susurro en las sombras y también soy muy muy anciana. Y eso es más de lo que necesitáis saber.” Flemeth.

           

             La nieve caía silenciosa y sutil cuando llegamos a Ostagar. Mi alma no encontraba consuelo al ver todo aquello vacío y carente de vida, cuando hacía unos pocos días bullía con la pasión que solo la cercanía de una batalla es capaz de insuflar a un corazón. Las ruinas, majestuosamente dormidas, abrazaban lo que quedaba de las tiendas de los soldados y los puestos de intendencia. Los susurros volvieron a mi cabeza, confundiéndola y agitándola. Alistair me miró sabiendo que lo había sentido, que los estaba escuchando. No estábamos solos.

                - Debemos darnos prisa en encontrar los documentos. – sugerí, rompiendo el silencio.

                - Esos seres están aquí, ¿verdad? Vosotros podéis sentirlos tal como dicen las leyendas.

            - Sí, Morrigan. No sé si están muy cerca o no… Solo sé que sus susurros me embotan la cabeza.

              - Aprenderás a controlarlo, Sylvia, tranquila. No están lejos, pero si somos rápidos podemos encontrar los documentos sin problemas y largarnos de aquí lo antes posible. Este sitio me da escalofríos…

            - Si no recuerdo mal, la tienda de los Grises estaba en esa dirección, pero cabe la posibilidad de que no guardara ahí los documentos. Nos dividiremos para buscar en los campamentos.

                - ¿Y si ese Guarda, Duncan, los llevaba encima? – preguntó la bruja.

                - No habíamos pensado eso…

                - Alistair, ¿y si tú buscaras en el campo de batalla mientras Morrigan y yo barremos esta área? Tus poderes tienen más precisión que los míos y dado el momento puedes avisarnos. Llévate a Raziel y, si ocurre algo, que él nos busque. Vamos, bola peluda, no rechistes…

                - ¡Eh! ¿Eso se lo dices al perro o a mí?

                - Te dejaré con la duda para que luego lo pienses.

                Me sonrió y partió con Raziel.

                El olor a muerte y desolación plagaba aquel lugar, su silencio era triste y extraño. Me sentí tan sola como en Pináculo, tan abandonada por el Hacedor como cuando sentí la daga de la traición. Tanta muerte y destrucción a mi alrededor parecía perseguirme como un mabari persigue una liebre de manera incansable hasta que le da caza. Era cuestión de tiempo que me diera caza a mí también. Revolví las pertenencias de los Guardas, algunas de las prendas de Duncan estaban colocadas a la perfección, lo cual me hizo suponer que los saqueadores aun no habían llegado a aquel lugar. Me tomé un minuto para recordar al buen comandante. Lo echaba de menos. Encontré unas viejas botas, no sabía a quién pertenecían, pero eran grandes y estaban hechas polvo, no me cuadraban en aquel rincón ordenado. Casi por instinto, metí la mano dentro y allí estaban los Tratados. Sin duda, Duncan los había ocultado dejando una sutil pista solo visible para unos pocos. Los acerqué a mi corazón. El sacrificio de mis hermanos no sería en vano. Salí de la tienda y levanté los papeles, mostrándoselos a Morrigan, que asintió con una leve sonrisa. Los guardó a buen recaudo en su bolsón. Alistair no había vuelto, así que decidimos ir en su busca. Conforme me acercaba al puente, los susurros en mi cabeza eran más fuertes. Escuchamos los ladridos de Raziel y corrimos a lo largo del puente. Al final, mi mabari y el joven Guarda luchaban con media docena de engendros tenebrosos, que se arremolinaban alrededor de algo o alguien que yacía en el suelo. Morrigan convocó un haz de llamas que alcanzó a varios de esos seres, abrasando su piel. Gritaban de forma grotesca. Corrí hacia ellos con la espada desenvainada prestando apoyo a Alistair y a Raziel. Solo cuando el último cayó reparé en lo que había llamado su atención.

                El cuerpo sin vida del rey Cailan yacía con varias flechas clavadas, con marcas de mordeduras y visibles signos de tortura y había sido la macabra diversión de aquellos indeseables. Pude ver una profunda tristeza en los ojos de Alistair, las lágrimas asomaban en sus ojos y se aferraba con fuerza a una espada que no era la suya: la magnífica espada de Duncan.

                - No podía dejarlo ahí… No es su lugar, nunca lo ha merecido. Cailan era un buen rey y un buen hombre. Se lo haré pagar, lo prometo. – parecía hacerle aquel juramento a la espada que sostenía en sus manos. – He encontrado la espada de Duncan. – añadió mostrándomela- Y su daga. Creo que querría que tú la tuvieras. No hay ni rastro de él. Nada…

                Me dio la daga sin levantar la mirada del cuerpo de Cailan. Morrigan no decía nada pero era evidente que aquella situación no le era cómoda. Estoy segura que, de haber podido, ya se hubiera marchado. La daga curvada de Duncan era una maravilla, era equilibrada y bella, con el mango adornado y hechura al estilo rivaíno. La ceñí a mi cinturón y ayudé a Alistair a amontonar leña para darle descanso adecuado a un rey. Cuando llegó el momento, depositamos el cuerpo sobre la pira. Alistair iba a colocar su escudo sobre él, pero yo lo detuve.

                - Tu escudo está roto, no te servirá de nada así. Toma el de Cailan, él ya no lo necesita.

                - Pensé que sería adecuado que se fuera con él.

                - O quizás que fueras tú, con el escudo del rey, el que venciera a la Ruina. Sería un bonito gesto, al fin y al cabo, por su decisión estamos aquí.

                Alistair tomó el escudo y lo miró con una leve y cálida sonrisa. El emblema de los Theirin decoraba el dorado y fuerte escudo. El joven Guarda se lo ciñó, casi parecía estar hecho para él. Me dio las gracias y prendió fuego a la improvisada pira. Mientras el cuerpo del malogrado rey ardía, nos alejamos y partimos hacia Lothering en silencio, un silencio y una tristeza que nos iba alejando entre nosotros.    

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