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25 de mayo de 1893

La señora Horan recibió a Langford, su excelencia el duque de Perrin, dándole una bienvenida en la que no había nada de la calidez efusiva y lisonjera que utilizaba con tanta facilidad. Realmente nadie hubiera podido criticar su hospitalidad. Pero mientras que antes había estado ansiosa, es más, codiciosa de fomentar su relación, esta noche se había metamorfoseado y era la encarnación andante de la correcta buena educación. Hasta los vestidos de suaves tonos pastel que normalmente prefería habían sido sustituidos por un negro implacable, como el crespón de una viuda de luto riguroso.

Lo recibió en un saloncito tan iluminado como Versalles. Ardían tal cantidad de velas que él se preguntó si alguna iglesia parroquial no echaría en falta su altar. Las ventanas que daban al camino estaban abiertas, las cortinas de cotonía solo corridas a medias. Cualquiera que pasara podría ver claramente el interior de la estancia.

¿Tantas ganas tenía de anunciar su creciente familiaridad con él? Posiblemente. Pero el camino exterior se usaba poco durante el día y apenas por la noche. Hubiera obtenido el mismo resultado pintando un letrero: EL DUQUE DE PERRIN VISITA ESTA ESTIMABLE RESIDENCIA, y colocándolo boca abajo en el jardín.

—¿Le apetece algo de beber? —preguntó—. ¿Té, refresco de piña o limonada?

Estaba seguro de que nadie le había ofrecido limonada desde que cumplió los trece años. Y no se le pasó por alto que ella no había ofrecido ninguna bebida alcohólica.

—Un coñac irá bien.

Ella apretó los labios, pero al parecer no pudo reunir el valor necesario para negarle a un duque una simple bebida.

—Ciertamente. Hollis —le dijo al mayordomo—, traiga una botella de Rémy Martin para su excelencia.

El sirviente se inclinó y se fue.

Langford sonrió, satisfecho. Bien, eso estaba mejor. Limonada... ¡por favor!

—Confío en que su viaje a Londres fuera gratificante.

Ella se echó a reír, a la vez sobresaltada y fingiendo.

—Sí, supongo que lo fue.

Se tocó el camafeo que llevaba en la garganta. Él no pudo menos que quedarse mirando el contraste de sus blancos dedos con severo crespón, devorador de la luz. La piel de su mano, aunque delicada, carecía de la suntuosidad y la transparencia de la primera juventud. Recordó que era, realmente, varios años mayor que él, una mujer cercana a los cincuenta. La abuelita de Blancanieves.

Pero maldita sea si no era más guapa que toda una bandada de jóvenes nubiles, más guapa incluso que cuando tenía diecinueve años. Como norma, las jóvenes atractivas envejecían peor que las corrientes; su caída era mayor. No obstante, a lo largo del camino, ella había adquirido un valor que tenía poco que ver con la belleza y que la adornaba mejor que las perlas y los diamantes; un temple debajo de su piel, todavía encantadora.

—Tuve el inesperado placer de encontrarme con sus primas en el teatro —dijo ella—. Lady Avery y lady Somersby fueron muy amables y me invitaron a acompañarlas en su palco.

Al principio no captó la importancia de aquella afirmación. Se había tropezado con Caro y Grace; muchas personas lo hacían, para su deleite o pesar, dependiendo de que recibieran cotilleos jugosos o que las sondearan a fondo para buscarlos. Luego lo comprendió. Antes, la señora Horan no tenía ni idea de la persona que él había sido antes de su presente encarnación como estudioso prácticamente asexual, un estudioso que llevaba una vida recluida.

¿Qué le habrían contado? Probablemente, la lujuria, el ardor, las veces que había alquilado señoritas a madame Mignonne. Sus primas estaban lejos de conocer los peores pecados que había cometido, aunque ocupaba el más alto lugar de la mala fama. Y la virtuosa, aunque oportunista, señora Horan se habría quedado lo bastante escandalizada y abatida para dejar de lado temporalmente su actitud de adoradora de ídolos y su voz entrecortada.

Acuerdos Privados [narry] adaptadaWhere stories live. Discover now