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Enero de 1883

Beckett, el mayordomo de Twelve Pillars, era un hombre de poco más de cincuenta años, alto, delgado y con el pelo empezando a ralear. Harry lo encontraba muy eficiente, pese a su untuosidad ocasional; presumiblemente a Carrington le gustaba que sus sirvientes fueran obsequiosos.

—¿Deseaba verme, lord Styles? —preguntó Beckett.

Sin decir nada, Harry le hizo un gesto para que se sentara. Él permaneció de pie. El hombre de más edad se sentó, inquieto, en la silla indicada.

Harry se lo quedó mirando, no estaba seguro de por dónde empezar y deseaba intimidarlo. Después de veinte segundos, Beckett no podía sostenerle la mirada. A los tres minutos, no paraba de removerse en el asiento y secarse disimuladamente la frente y el labio superior.

—Usted sabe, Beckett, que abusar de la confianza de su patrón es un crimen castigado por la ley, ¿verdad?

El mayordomo levantó la cabeza bruscamente. Por un momento, su expresión fue de pánico absoluto. Pero no había llegado a ser el jefe del personal de una casa ducal sin haber aprendido un par de cosas sobre el autocontrol. Al segundo, respondió con voz normal.

—Por supuesto, milord. Soy más que consciente de ello. La lealtad es mi credo.

Pero su mirada empapada de miedo había delatado demasiado. Era culpable. Pero ¿de qué?

—Admiro su compostura, Beckett. No debe de ser fácil parecer tranquilo cuando está temblando de miedo.

—Lo... lo siento, señor, pero no sé de qué me está hablando,

—Pues yo creo que sí lo sabe. Y creo que está consternado, horrorizado y, espero, avergonzado de que lo hayan descubierto. Si yo estuviera en su lugar, no insistiría en esas protestas de inocencia. Si no quiere admitir sus errores ante mí, en privado, me veré obligado a acudir a su excelencia y sacar a la luz sus mentiras, y él no tendrá más remedio que llamar a los alguaciles.

Beckett no iba a ceder fácilmente.

—Señor, si he hecho algo que le ha disgustado, por favor, dígame qué es.

Ahí estaba el problema. Harry no tenía nada en concreto en contra de Beckett, solo el conocimiento de que este había alterado el procedimiento habitual de la entrega del correo dentro de la casa, y de que le había dado una carta de Louis que estaba empezando a creer, que Dios lo ayudara, que no era en absoluto de Louis.

Fue hasta la chimenea y fingió examinar el paisaje marino enmarcado que había encima de la repisa. Si existía alguna relación entre Beckett y la carta de Louis, solo era indirecta. Estaba actuando a instancias de otra persona, era un agente pagado.

Harry se volvió y se tiró un farol.

—Sé por qué hace que le entreguen todo el correo primero a usted. Sabe, Beckett, tengo malas noticias para usted. Para la persona que lo está utilizando usted ya no le es de utilidad y no tiene interés en pagarle el resto de sus honorarios. Así que ha decidido echarlo a los lobos.

—¡No! —Beckett se levantó de un salto—. ¡El bastardo!

Su agitada respiración llenó la estancia. Luego, al comprender que se había delatado, se dejó caer en la silla y hundió la cara entre las manos.

Acuerdos Privados [narry] adaptadaWhere stories live. Discover now