Pero Caro se guardaba lo mejor para el final: un divorcio como Dios manda, que involucraba no a cualquiera, sino a uno de los herederos más ricos del país y al heredero de un duque, que, según decía, también tenía toda una fortuna. Caro escribía, atolondrada y detalladamente, sobre cómo el marqués consorte estaba decidido a casarse con su joven admirador, sobre las crípticas intenciones del marqués y las erráticas conjeturas que circulaban por la ciudad respecto a las consecuencias del caso. Ante los demás, presentaban una fachada amigable, pero ¿qué estaba pasando detrás de las puertas cerradas? ¿Se estaban envenenando mutuamente el café? ¿Difundían rumores falsos el uno sobre el otro? O, lo que era improbable, ¿se estaban riendo juntos, a expensas de aquel tonto de lord Devine Stuart?

El Heredero del Ferrocarril, así llamaba Caro al marques consorte de Styles. El Heredero del Ferrocarril que estuvo a punto de casarse con un duque y luego consiguió casarse con el primo de su prometido muerto, al cabo de un tiempo indecentemente corto, pero que nunca llegó a llevar la corona con las hojas de apio.

Frunció el ceño y recordó, de repente, dónde había visto a la señora Horan antes. Aquí mismo, en el mismo camino rural, delante del mismo cottage.

Debía de hacer sus buenos treinta años. Había venido a casa, desde Eton, de vacaciones y estaba muerto de aburrimiento, ardiendo por hacer algo alocado y estúpido, pero sin querer que la noticia llegara a oídos de sus padres.

Su padre estaba confinado en cama desde hacía varios años y moriría al cabo de pocas semanas. Pero eso Langford no lo sabía en aquellos momentos. Le irritaba la enfermedad de su padre, interminable y, al parecer, sin sentido. En la escuela podía burlarse del paño mortuorio que colgaba permanentemente sobre Ludlow Court haciendo chistes salvajes relacionados con la producción corporal del inútil de su padre y la enfermera de mediana edad y cara redonda que se ocupaba de los efluvios, con lo que él consideraba un buen ánimo indecente. En casa no tenía ese recurso. Solo podía tratar de alejarse de allí tantas veces y con tanta frecuencia como fuera posible.

Así que, todos los días, daba largos paseos. Y fue en uno de esos paseos cuando la vio, saliendo del cottage y dirigiéndose al birlocho que había en el camino.

Era guapa como para quedarse con la boca abierta. Después de haber perdido la virginidad unos meses antes, él se consideraba un hombre de mundo. Pero se quedó mirándola embobado. No solo el rostro era encantador, su figura era divina. Se movía con la gracia de una ninfa y la ligereza de una nereida.

Un hombre que parecía su padre subió al carruaje abierto detrás de ella. Pero luego otro hombre, canoso y encorvado, se acerco al coche. Ella se inclinó hacia él y lo besó en la mejilla. «Adiós, padre.»

No se la pudo quitar de la cabeza durante los días siguientes. Averiguó que estaba casada con alguien que le doblaba la edad, un hombre que fabricaba vías y maquinaria industrial. Pensó que era una lástima, aunque nunca llegó a analizar por qué. Ciertamente, nunca hubiera tenido intención de casarse con ella, aunque le habría encantado seducirla.

Luego murió su padre y la culpa lo consumió. Ella se borró de su memoria. Se embarcó en una vida de desorden hasta que volvió a Devon. ¿Cuánto tiempo hacía que ella había vuelto? Llevaban años viviendo como vecinos, sin haber tenido ni la más mínima relación vecinal.

Hasta ahora. Hasta que ella había irrumpido en su camino con la misma sutileza que una avalancha. Se preguntaba cómo se había dejado atrapar por sus tretas con tan poca resistencia. Tal vez una parte de él la había reconocido antes de que lo hiciera su mente consciente. Tal vez los hados volvían a sus viejos trucos. Tal vez era simplemente un hombre privado de contactos femeninos y ella seguía siendo la mujer más guapa que él había visto nunca.

Acuerdos Privados [narry] adaptadaWhere stories live. Discover now