—Perdóneme, milord. Pero no he hecho nada. Nada, lo juro. Me dijeron que vigilara todas las cartas que llegaran para usted desde el extranjero. Se las tenía que llevar a ese hombre. Pero tampoco él se quedó nunca con ninguna. Solo las miraba y me las devolvía.

Todas las cartas que llegaran para él desde el extranjero. Harry sintió que algo le estallaba en el pecho como si los pulmones le dejaran de funcionar.

—¿Está seguro de que no ha hecho nada más?

—Hubo... —Beckett se secó la cara con el pañuelo—. Hubo una única vez, al principio, cuando el hombre me devolvió las cartas, que estuve seguro de que había una que antes no estaba entre ellas.

Una carta. No se necesitaba más. Una única carta.

—¿Dónde y cuándo se reúne con ese hombre?

—Junto a la verja, los martes y los viernes por la tarde.

—¿Y si, por alguna razón, no puede reunirse con él en persona?

—Entonces, tengo que envolver las cartas con cuidado y dejar el paquete debajo de una piedra junto al grosellero que hay a la izquierda de la verja. El viene a las tres.

Era viernes y eran las tres menos veinticinco.

—Mala suerte —dijo Harry—. Supongo que ya no volverá. De lo contrario, yo podría hacer que lo metieran en la cárcel también a él.

Beckett se puso pálido.

—Pero, milord, usted ha dicho... usted ha dicho...

—Sé lo que he dicho. Espero que presente su dimisión a su excelencia mañana después de la cena.

—Sí, señor. Gracias, señor. —A punto estuvo de besarle los pies a Harry.

—Váyase.

Mientras Beckett se dirigía, tambaleándose, hacia la puerta, Harry recordó una última cosa.

—¿Cuánto le pagaron de entrada?

Beckett vaciló.

—Dos mil libras. Tengo un hijo natural, milord. Tiene problemas. Utilicé el dinero para pagar sus deudas. Se lo restituiré en cuanto pueda.

Harry se apretó las sienes con los dedos.

—No lo quiero. Y no deseo volver a verlo. Márchese.

Dos mil al principio y dos mil más tarde. ¿Quién tenía tanto dinero para gastar? ¿Y por qué querría hacerlo? Todos los indicios señalaban una única dirección. Pero no podía soportar reconocerlo. Tal vez, rezaba, tal vez se equivocaba. Tal vez, el miedo que le retorcía las entrañas no era la señal de algo inevitable, sino solo el resultado de su febril imaginación.

Tal vez todavía había esperanzas.

Dos horas más tarde, ya no era posible negarlo.

Harry envolvió las dos cartas de sus amigos, las escondió tal como Beckett hacía y esperó. Vino un hombre, de unos sesenta años y aspecto rufianesco, en un carro de dos ruedas tirado por un viejísimo jamelgo. Miró alrededor atentamente y luego se dirigió al grosellero. Como Beckett había dicho, echó una ojeada rápida a las cartas y luego las volvió a dejar donde las había encontrado.

Dio media vuelta al carro y se fue por donde había venido. Harry lo siguió a distancia, a pie, con el dolor del pecho haciéndose más agudo a cada kilómetro que pasaba, todo el camino hasta el amargo final, cuando el hombre y su carro desaparecieron por la verja de Briarmeadow, y las chimeneas de la casa de su prometída fueron apenas visibles en la luz del crepúsculo, por encima de los álamos desnudos.

Algo se marchitó y murió en su interior. Empezó a caminar y luego echó a correr, alejándose de Briarmeadow, alejándose de él. Niall, el encantador, el traidor Niall. ¿Había sido solo esa misma mañana cuando recorrió este camino, tan ansioso por complacerlo e impresionarlo como cualquier cachorro estúpido que haya vivido nunca?

No sabía la distancia ni el tiempo que estuvo corriendo ni en qué punto se desmoronó en el suelo, con los ojos secos y la mente embotada, excepto por un dolor de cabeza espantoso, como si los martillos de Lucifer lo golpearan para arrancarle hasta la última pizca de ilusión.

Lo había hecho el. Por alguna razón, había decidido que él debía ser suyo, así que hizo que falsificaran la carta. Estaba claro que era Niall; era con mucho la persona más artera que había conocido nunca. Y él, como un imbécil calenturiento, le había seguido el juego encantado. Qué inconmensurable debió de ser su satisfacción al verlo esta mañana, sabiendo que su victoria era completa y que él se derretiría entre sus manos como si fuera un trozo de sebo.

La ira —ardiente, helada, oscura como los abismos del infierno— crecía lentamente en su interior, hasta que poco a poco invadió todas las células de su cuerpo. Se aferró a esa ira, que disipaba el dolor y lo mantenía a raya.

Venganza. Se vengaría. Estaba dispuesto a aflojar cuatro mil libras por él, ¿no? Pues bien, el señor no iba a quedar decepcionado. Sabría que él era su igual en doblez y crueldad.

Se obligó a levantarse del suelo y siguió corriendo, sin detenerle, hasta tener Twelve Pillars a la vista. Una idea aislada luchaba por librarse de su estrecho control mientras se dirigía hacia la casa. Se lamentaba de lo cerca que había estado del paraíso, de lo alegre y despreocupado que se sentía solo unas horas antes. Quería que el tiempo retrocediera y que la tía Ploni no hubiera venido nunca. Quería golpear contra las paredes y gemir: «¡Niall, chico estúpido, más que estúpido! ¿Por qué no podías esperar? Louis se ha casado hoy. ¡Hoy! Habría sido...».

«¡Calla! ¡Cállate! Te mataré con mis propias manos, si vuelves a gemir por ese chiquillo.

»Venganza, recuerda, solo venganza.»

Acuerdos Privados [narry] adaptadaWhere stories live. Discover now