—Lo conocí hace años, cuando estábamos en San Petersburgo —dijo, cautelosamente—. Creía que se había casado con un príncipe polaco.

La condesa soltó un bufido.

—Vaya, eso sí que sería interesante, una bígama real y auténtica. Por desgracia, no tengo ninguna esperanza de que ese sea el caso. Según Liam, su futuro esposo es puro como los campos de hielo del Ártico y tiene una madre que vigila cada paso que da. Debes de estar equivocado, muchacho.

El clamor dentro de su cabeza se acrecentó. Se sirvió un vaso lleno del digestivo y se lo bebió de un largo trago. El coñac que era la base del licor le quemó la garganta, pero apenas si lo notó.

—Son solo las dos de la tarde. Un poco temprano para empezar tu última borrachera de soltero, ¿no? —dijo riendo la tía Ploni—. No empezarás a tener el corazón en un puño, ¿eh?

No habría sabido si tenía el corazón en un puño. No notaba ninguna parte de su cuerpo. Lo único que sentía era confusión y una creciente sensación de peligro como si el sólido suelo bajo sus pies se hubiera cuarteado de repente, abriendo una tela de araña de grietas oscuras, fisuras y fracturas hasta donde alcanzaba la vista.

Se levantó y se inclinó ante la condesa.

—No creo. Pero le ruego que me disculpe, mi noble prima. Hay un pequeño asunto que requiere mi atención. Espero verla de nuevo en la cena.

Harry no conseguía pensar con más claridad fuera del salón. Recorrió los pasillos silenciosos, llenos de corrientes de aire, mientras le daban vueltas por la cabeza retazos de lo que la tía Ploni había dicho, igual que gallinas presas del pánico al enfrentarse a la invasión de una comadreja.

No entendía exactamente por qué, pero estaba asustadísimo. Lo que más miedo le daba era que, en lo más profundo de su ser, sabía que la tía Ploni no se había equivocado.

Al doblar un recodo del pasillo, cerca de la parte frontal de la casa, chocó contra un joven lacayo que llevaba una bandeja con cartas.

—¡Perdón, milord! —El sirviente se disculpó de inmediato y se agachó para recoger las misivas esparcidas.

Mientras recogía las cartas, Harry vio dos dirigidas a él. Reconoció la letra de sus amigos. El nuevo trimestre de la universidad había empezado ya; debían de estar preguntándose por qué no había vuelto. No había informado a sus compañeros de clase de su inminente boda; Niall y él habían decidido dar una recepción sorpresa en París, en el espacioso piso que su agente había localizado para ellos en la montagne Sainte-Geneviève, en el Barrio Latino, a un paso de sus clases. Ya habían puesto unas cuantas piezas de mobiliario en el piso, donde también se habían instalado una cocinera y una doncella para preparar su llegada.

Alargó la mano hacia la bandeja.

—Ya me las quedo yo, Elwood.

Elwood parecía desconcertado.

—Pero, señor, el señor Beckett dijo que todas las cartas debían entregársele a él primero, para poder seleccionarlas.

—¿Desde cuándo?

—Desde justo después de la última Navidad, señor. El señor Beckett dijo que a su excelencia no le gustaba recibir tantas cartas pidiéndole dinero para obras benéficas.

¿Cómo? Harry casi pronunció la palabra en voz alta. Su padre no había tropezado en toda su vida con un mendigo para quien no le sobrara una moneda. Era su bondadoso corazón lo que, en parte, los había empobrecido.

Una sospecha atroz estaba empezando a concretarse en la cabeza de Harry. Quería apartarla de su mente, golpearla con algo pesado y fuerte —un bate, una maza— para disipar los filamentos de las deducciones e inferencias que amenazaban con ahogar su perfecta felicidad. Quería olvidar lo que acababa de saber sobre el mayordomo, no hacer caso del clamor que bullía dentro de su cabeza, que se había convertido en una sirena a toda marcha, y fingir que todo estaba exactamente como debía estar.

Al día siguiente iba a casarse. Ardía en deseos de acostarse con aquel genitor. Ardía en deseos de despertarse junto a él todas las mañanas, de deleitarse con su adoración, de disfrutar de su temple.

—Está bien, llévaselas a Beckett —dijo.

—Sí, señor.

Harry miró cómo el lacayo se alejaba por el pasillo.

«Deja que se vaya. Deja que se vaya. No hagas preguntas. No pienses. No investigues.»

—¡Espera! —ordenó.

Elwood se volvió, obediente.

—¿Sí, señor?

—Dile a Beckett que quiero verlo en mis aposentos dentro de quince minutos.

Acuerdos Privados [narry] adaptadaWhere stories live. Discover now