—Yo vivía allí antes de la guerra y al menos era una ciudad tranquila, pero no sé si ahora estarña en esa situación. Las cosas en Berlín no son igual. No sé si es buena idea que vayáis allí. Hay mucha tensión. —dijo Elmira, preocupada—. Niños, ¿por qué no vais a la sala a jugar? Cuando esté el postre, os llamamos. Los niños se fueron, no sin renegar, aunque Fainka y Karola, que ya eran más mayores, pudieron quedarse.

—Mamá, no creas que no lo hemos pensado, pero creo que sería una oportunidad y, sinceramente, no me preocupa mucho el comunismo. De hecho, hace días leí el Manifiesto Comunista y lo encontré muy interesante. Para mi es una nueva experiencia. Cosas peores hemos vivido que en un país comunista. —susurró Heike, a sabiendas de las consecuencias que podrían acarrear si hablaba con esa soltura.

—Te recuerdo que yo nací en la Unión Soviética. Debo decir que no viví mal del todo, pero mi madre sí sufrió la represión. Mi padre se encargaba de recordármelo todos los días.

—Vosotros sois ya adultos y responsables de vuestros actos. Por mí, aunque me duela en el alma, no puedo impediros que os vayáis, si creéis que es lo mejor. Eso sí, si tenéis el mínimo problema, no dudéis en contactar con nosotros. —terció Alfred, con la voz dolida. Echaría de menos a aquella pareja, pero sobre todo a sus tres hijos, que ya le llamaban «abuelo». Ya tenía cincuenta años y de verdad se sentía como uno de ellos, aunque aparentaba menor edad y Elmira intentaba quitarle esa idea. Siempre sería el hombre joven y apuesto que conoció en 1945, le repetía cuando hacían el amor.

Los O'Leary se marcharon a Leipzig en septiembre de 1961, unas semanas después de que se empezara a levantar el muro de Berlín, hecho que estuvo a punto de hacer que la familia abandonase la idea de ir, tras meses de preparativos y esperar a que Alfie terminara su curso. La tensión crecía entre ambos bloques y llegaron a temer que les pasara algo, pero finalmente desecharon la idea y, tras las promesas del embajador de que no había nada de que preocuparse, se mudaron a aquella ciudad.

Alfred y Elmira, que habían ido con sus hijos a despedirlos al aeropuerto, hicieron grandes esfuerzos para lo llorar. Los echarían terriblemente de menos y, aunque les prometieron que volverían por navidades, la espera se les hacía lejana. Las dos familias se separaban, como Berlín y la tristeza flotaba en el ambiente. Al despegar el avión, los cinco hijos de Alfred y Elmira siguieron mirando el avión hasta que dejaron de visualizarlo.

—Ya no tengo amigos —dijo Bruno—. Si Alfie ya no está, ¿con quién voy a jugar?

—Nos tienes a nosotras y cuando vuelvas a la escuela, puedes jugar con chicos. —sentenció Fainka, que, a sus quince años, ya era toda una señorita y pretendía hablar como una adulta.

—Pero yo no quiero jugar con niñas mientras tanto. —afirmó Bruno con testarudez.

—Al principio, no querrás, pero luego no querrás separarte de ellas, ya lo verás. —rio Alfred guiñándole un ojo a su único hijo.

—Hombres, todos son iguales. —Dijo Elmira y, dándole una palmada coqueta a su marido y cogiendo de la mano a Galina y Bruno, abandonaron el aeropuerto. A pesar de todo, la vida continuaba y ellos eran felices y nada se lo podía arrebatar. Pero lo más importante es que ambos, tanto Elmira como Alfred por fin habían hallado la paz interior que tanto ansiaban y el pasado cada vez quedaba más lejano. Y sus hijos crecían sanos y felices.

Solo quedaba esperar a que Heike y Cillian no tuvieran problemas en su nuevo hogar. Ya eran adultos responsables y criaban a sus hijos con devoción, pero no dejaba de pensar que a donde iban era un lugar peligroso y cualquier cosa les podía pasar, sobre todo por la lengua desenfrenada de Cillian.

—Ojalá tengan una vida tranquila en Leipzig. ¿Habrá alguna posibilidad de visitarles nosotros? —preguntó Elmira aquella noche a Alfred.

—Por supuesto y más si muevo mis hilos. Todavía tengo buenos vínculos en el ejército, pero si te soy sincero, no tengo ningún deseo de ir a ese lugar. —respondió Alfred, acariciando el pelo de Elmira.

—No creo que sea para tanto. Hay muchos occidentales trabajando en Alemania Oriental.

—Bueno, veremos qué pasa con ellos y puede que algún día podamos ir todos. Ahora, lo único que deseo es hacerte el amor y espero que tú también. —susurró Alfred, besándola en los labios.

Elmira se entregó con gran disposición a su esposo, como era costumbre y logró olvidar sus tribulaciones. Al fin y al cabo, no se habían ido para siempre y algún día volverían. Y siempre intentaba mirar hacia adelante. Y de momento, les iba muy bien a los dos. Se sentía enormemente orgullosa de lo que había construido con el hombre al que amaba y sus cinco maravillosos hijos. Saberse amada y realizada en la vida la llenaba y eso tampoco se lo podía quitar nadie. Ni siquiera los fantasmas del pasado, que ya apenas eran recuerdos borrosos. Después de hacer el amor, se quedó dormida y Alfred se mantuvo despierto.

Mientras la acunaba, también tenía las mismas reflexiones que su esposa. No podía olvidar a Beatrice y las gemelas y guardaba un lugar para ellas en su alma, pero era consciente de que no debía anclarse en los recuerdos y había hallado la felicidad con aquella tigresa a la que jamás domaría. Y ni falta que hacía, pensaba. Recordó aquella lejana noche de 1945 donde hicieron el amor por primera vez. Nunca la olvidaría, como tampoco lo hacía su dama de los ojos plateados. Se acurrucó junto a ella y se quedó dormido, sintiéndose el hombre más afortunado del mundo por ser el marido de esa maravillosa mujer. Como Elmira le decía, no había que mirar hacia atrás.

La dama de los ojos plateadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora