Capítulo 8

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Celle, 27 de abril – 2 de mayo de 1945

Elmira se despertó en mitad de la noche. Se sentía embotada, como cada vez que se despertaba, pero tenía la sensación que había otra cosa que la hacía sentirse así, no sabía el qué, pero pronto lo averiguaría. Enseguida notó que algo caliente la rodeaba y, a darse la vuelta, el recuerdo de lo que había pasado volvió a su mente.

No podía creerse que ella y Alfred finalmente se hubieran acostado. Ya no podía negar que se sentía atraída hacia él y no quería haber cedido. No tan pronto. Ahora era una ramera más que se dejaba yacer con el primer hombre que se cruzaba en su camino. Se sentía un poco avergonzada y más porque había disfrutado con aquello. Ahora entendía a todos que decían que aquello era maravilloso, pero moralmente, no era lo correcto. Creía que había traicionado a su marido, aunque él le había dado carta blanca para buscarse algún amante y satisfacer sus propias necesidades, ya que él no podría darle aquello. Pero estaba casada e, independientemente de las condiciones, le debía respeto. Así la habían educado. Se apartó de Alfred y se sentó en la cama, reflexionando. Inmersa en sus pensamientos, algo la golpeó suavemente en la frente, que la hizo volverse.

—¿Se puede saber qué está pasando por esa cabecita tuya? —Alfred se había despertado y contemplaba a aquella criatura. La luz de la luna reflejaba su cabellera de fuego y cuando se volvió a mirarle, acentuaba sus hermosos ojos grises. Parecían de plata pura. No pudo evitar el impulso de rodearla y acariciar aquel pelo y besar su cuello, pero Elmira estaba inquieta y, muy a su pesar, interrumpió aquel despliegue de deseo. Algo le ocurría.

—No, no es nada, no creo que lo entiendas. No lo entiendo ni yo...

—Si no me lo cuentas, no sabré si lo entiendo o no. Dime, ¿qué te pasa? ¿es por lo que ha pasado entre nosotros?

—Sí y no. A ver, lo que hemos hecho ya está, pero... en realidad no ha sido mi primera vez.

Alfred no pudo evitar reírse.

—Estás casada, no esperaba otra cosa. Ni que fueras la Virgen María. Y te aseguro que muy virgen no te he visto.

—Es que es más complicado. Si te lo cuento, ¿prometes que no me vas a odiar?

—Me estás poniendo un poco nervioso. ¿Tan grave es?

Elmira carraspeó y le contó toda su historia. Desde cuando huyó de Rusia y, más tarde, de la casa de su padre y cómo había conocido a quien creía el amor de su vida, uno de sus compañeros de las Juventudes Hitlerianas, pero resultó que solo la quería para acostarse con ella. Desde el primer momento se sintió violada, porque no sentía ningún deseo ni ganas y le hizo bastante daño y eso que solo fue una vez. Cuando tuvo lo que quería, la abandonó a su suerte y Elmira tuvo que buscarse la vida trabajando duramente hasta que conoció a Bruno y se casó con él. Incluso le contó lo de su homosexualidad y cómo le había salvado la vida. Alfred no solo confirmó lo que sospechaba: que Elmira no era la madre de los niños, sino que también sintió una gran pena por todo lo que le había dicho. No quería dárselas de víctima inocente, pero llevaba ese sufrimiento anclado en el alma y ahora lo veía más que nunca. Sintió cierta culpabilidad por lo acontecido antes, pero ya no había marcha atrás.

—Seguro que ahora me odiarás. Creerás que soy una vulgar puta. Por eso me odia Liese. No me lo dice tan claro, pero se lo leo en la mirada. Y tiene razón —Elmira no pudo evitar el llanto. Alfred la estrechó en sus brazos y dejó que descargara toda su tristeza. Un rato después, la cogió por el rostro y le secó las lágrimas. Mirándola fijamente a los ojos, le dijo.

—No eres nada de eso. Tú no tuviste la culpa de aquello. Confiabas en alguien que te traicionó. Fue un maldito miserable y me gustaría tenerlo delante para matarlo con mis propias manos.

La dama de los ojos plateadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora