Capítulo 2

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Celle, 12 de abril de 1945

Alfred Pierrepoint observaba el paisaje desolador que se hallaba a su alrededor. Muchas veces olvidaba que ellos mismos eran los responsables de aquella situación, pero no se debía a que hubieran desarrollado una afición por destrozar el bucólico paisaje alemán, sino que estaban derrotando a los nazis, sus grandes enemigos y los responsables del gran conflicto que ya duraba casi seis años. Ni la Gran Guerra, aquella que ya vivió de niño podía equipararse a lo que estaba viviendo.

Hacía meses que había sido ascendido a Brigadier y era consciente de la gran responsabilidad de su cargo, ya que era el que tenía el mando más alto de su compañía. Pese a ello, liberar aquella ciudad tan hermosa había sido su primera gran misión. Y todavía quedaba llegar al campo de concentración que habían localizado cerca de allí, en el pequeño pueblo de Bergen. No se creía que Himmler había acordado cederles el campo sin luchar. En principio, su compañía no tenía que ir allí. Tanto mejor, pensaba, ya que había oído historias de los campos polacos y el panorama era espeluznante. Era una ironía que siendo él mismo médico de formación —lo que había influido en su fulgurante ascenso— tuviera reparos en liberar aquel campo del horror. Pero lo más irónico es que justamente ese mismo día cumplía 35 años y no sentía nada.

Era un hombre apuesto, alto y delgado, con el pelo castaño y ojos verdes y cualquiera que lo observara se le venía en la mente la palabra melancolía. Los años en el ejército le habían ayudado a no colapsar mentalmente, pero si se le dejaba a sus anchas, era un hombre atormentado por diversos traumas. La disciplina y las tareas militares apaciguaban su espíritu triste. Tampoco se le consideraba una mala persona, pero sus compañeros le temían porque era frecuente que estallase si algo no salía como él preveía. Se mantenían alejados y él mismo lo prefería así. No tenía tiempo para camaraderías y menos en esos tiempos. La soledad era su mejor amiga y la única que no le decepcionaba, pues siempre estaría allí, acompañándole, incluso en los momentos más duros.

Seguía observando la fachada de aquella casa solariega, manchada de humo negro, pero que seguía en pie pese a la brutalidad de aquel bombardeo. El jardín y el campo que lo rodeaba estaban totalmente calcinados y algunos cadáveres se vislumbraban en los alrededores. Tenía sentimientos contradictorios por los alemanes. Eran un pueblo grande que había sabido levantarse después de la Gran Guerra. Lo malo es que no habían elegido bien al líder de ese levantamiento y los había llevado a otra caída que cada vez era peor, por tanto, eran también un pueblo de ineptos.

Mientras veía aquel grotesco paisaje, oyó unos pasos. Se volvió hacia atrás y puso la palma encima de los ojos para ver mejor. Una mujer con un vestido negro con rayas blancas se acercaba a trompicones acompañada de una niña con dos trenzas rubias. Ya se veía el sol y no pudo apartar la vista hacia ellas, especialmente de la mujer, cuyo cabello parecía de fuego. Por la forma de vestir, supuso que sería la dueña. Se acercó a ella y le ofreció la mano. Era británico, ante todo y los modales estaban por encima de todo, por muy alemanes que fueran.

—¿Es usted la dueña de la casa? —Apenas sabía alemán y lo poco que había aprendido se lo debía a su madre, que falleció en la Guerra cuando apenas tenía 7 años. La mujer del cabello de fuego se mantenía abrazada a la niña y, tras titubear unos segundos, le devolvió el saludo al soldado.

—Sí, vivimos en esta casa —contestó Elmira en inglés. Alfred no pudo evitar sorprenderse. No solo aquella mujer había respondido en inglés, sino que además su entonación era prácticamente perfecta, sin apenas acento, pero con las inflexiones de alguien que no lo practicaba tanto como quisiese. Al menos podría entenderse mejor con ella. Y la verdad es que le llamaba la atención. Examinándola más a fondo, quedó impresionado de su figura: el vestido de lana que la reforzaba y su piel pálida y pecosa. El cabello era lo primero en lo que se había fijado, pero fueron sus ojos los que terminaron por sentir curiosidad por ella. Eran grises, pero un gris claro, casi plateado. No podía dejar de mirarlos. Sintió algo que hacía años no experimentaba y comprobó con satisfacción que esta le devolvía la mirada, sin sumisión ni temor. Un grito interrumpió aquel cruce de miradas.

La dama de los ojos plateadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora