Capítulo 4

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Celle, 12 de abril de 1945

Alfred se quedó un rato más en la sala, pensando lo que acababa de ocurrir. No había esperado una cooperación tan rápida. No podía negar que se sentía un poco decepcionado de que Elmira, con m, recordando el énfasis con el que se lo había soltado hubiera claudicado enseguida. No parecía que tuviera un carácter sumiso y en los breves arrebatos que había tenido, era una furia en todo su esplendor. Una furia bastante hermosa y, otra palabra que vino a su mente, deseable.

Hacía tiempo que no se permitía desear a una mujer. Mientras trabajaba como médico en el Hospital Guy de Londres, vivía con su mujer, Beatrice y sus dos gemelas, Hayley y Liza, que habrían cumplido los doce años casualmente el mismo día que él. Las niñas eran su joya de la corona y estaba casado con la mujer más dulce e inteligente del mundo. Se sintió morir por dentro cuando el Blitz acabó con sus inocentes vidas. Beatrice no puedo superar la muerte de las gemelas y un día la encontró en la sala principal con una soga al cuello. Desde entonces albergaba un odio hacia los alemanes, porque le habían arrebatado su felicidad y su principal motivo para existir.

Se alistó como médico militar y descubrió que mientras cercenaba miembros y los cosía —tarea de  principal en el campo de batalla— ocupaba la mente y apenas pensaba en su vida pasada. Lo que no esperaba es que su labor tan dedicada conllevaría ascensos que cada vez le despejaban más la mente, ya que, al llegar a Brigadier, ya no tenía necesidad de ejercer como médico. Al menos mientras durase la contienda. Muchos compañeros le envidiaban porque en pocos años, su carrera militar había sido fulgurante. Pobres infelices, de buena gana les habría cambiado su posición. ¿Qué le interesaba a él estar en una buena posición? Solo quería trabajar y olvidar.

Pero pronto descubrió que sus nuevas obligaciones también se complicaban. Sobre todo, cuando llegó a Alemania y fue avanzando por el país hasta llegar justamente a Celle. Las negociaciones con Himmler no habían sido muy fáciles y había costado que les cediera el campo que se hallaba en Bergen. Agradecía no tener que ir a ese horrible lugar. Había pasado dos años desde que era Brigadier y ya no estaba acostumbrado a tratar con cadáveres ni cuerpos mutilados. Cuando volviera a su vida de civil le costaría adaptarse de nuevo.

La imagen de la furia volvió a su mente. Nunca había sentido especial interés por las pelirrojas, tal vez porque había crecido con cuatro hermanas mayores —él era el único varón— todas pelirrojas, pecosas y con los ojos tan verdes como los suyos. Habían heredado los rasgos de su padre escocés y solo él heredó el pelo castaño de su madre alemana. Los Pierrepoint habían crecido en Londres, pero formaban una curiosa familia. Su propio padre bromeaba con que Alfred no era hijo suyo, debido al color de pelo, pero todos los hermanos habían heredado los ojos verdes del patriarca y no cabía ninguna duda. Pero era el hombre más optimista y divertido del mundo y todos lo adoraban. Era una rara avis: apoyaba los deseos sufragistas de su esposa y no se dejó amedrentar cuando en medio estallido de la Gran Guerra incluso le recomendaron divorciarse de ella por ser de origen alemán, lo que les costó el repudio de su entorno.

Pero la presión y el ostracismo sí que hicieron mella en su madre, que era también de alma melancólica. Madre e hijo se parecían más allá de lo físico. Acabó tirándose a las vías del tren, como hiciera una de sus heroínas literarias favoritas. O al menos eso dijeron, porque su padre y hermanas nunca creyeron del todo esa versión. Con la rivalidad entre Reino Unido y Alemania en plena contienda, no hubiera sido raro que alguien la hubiera tirado al tren y más cuando era una sufragista acérrima. Pero no había pruebas ni recursos económicos para abrir una investigación y decidieron asumir la hipótesis oficial No llegó a ver lo que más anhelaba: la aprobación del voto femenino.

En cualquier caso, Alfred apenas la recordaba y su padre pronto se volvió a casar con otra escocesa que no sentía ningún afecto por él y que lo golpeaba a la mínima. No tardó en huir a casa de la más mayor de las hermanas, Millie, que ya estaba casada y con dos críos gritones y allí se quedó. Su hermana accedió no sin pocos reparos —otra boca más que alimentar—, pero podía ir a trabajar mientras él se quedaba con los bebés, que apenas tenían dos y tres años por aquel entonces y una niñera gratis le venía bien. Inesperadamente, su padre se comprometió a pasarle unos peniques a la semana, por lo menos no estaría de prestado hasta que encontrara trabajo, cosa que empezó a hacer apenas cumplió los trece años.

La dama de los ojos plateadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora