Florence se llevó a las niñas, que protestaron brevemente. Tras lavar al bebé, los tres fueron al dormitorio. Heike ya estaba despierta y se incorporó en el lecho. Elmira le entregó a la criatura. Heike abrazó y besó a su hijito. El niño lloriqueaba.

—Pobrecito, tiene hambre. —dijo con ternura, colocándolo sobre su pecho. El bebé se agarró enseguida, aunque no fue fácil que la leche saliera.

—Los primeros días cuesta un poco, pero con paciencia tendrás de sobra, ya lo creo. —afirmó Elmira, que también había pasado por lo mismo.

—¿Qué nombre le vais a poner? —preguntó Alfred.

—Yo quería llamarle Gustav, como mi hermano y Cillian, Alfred y como aquí es más común lo de tener dos nombres, el bebé se llamará Alfred Gustav. Creemos que en ese orden encaja mejor. —respondió Heike.

—Creemos que ponerle el nombre de la persona que ha hecho mucho por nosotros es lo menos que podríamos hacer. —afirmó Cillian—. Para mí, Alfred es como mi padre.

Alfred soltó un par de lágrimas. Que aquellos dos hubieran decidido ponerle su nombre al recién nacido le llenó de orgullo, pero sobre todo fue la declaración de Cillian lo que lo emocionó. Podía ser vulgar, deslenguado y muy contestón, pero a esas alturas ya quería a aquel joven como si fuera un hijo. Le dio una palmadita en la espalda. Elmira le tomó la mano y le secó las lágrimas disimuladamente con la otra. Estaba tan orgullosa de todos ellos que estuvo a punto de llorar también, pero se contuvo. Cuando el bebé se quedó dormido en brazos de su madre, Ella y su marido decidieron dejar a los recién estrenados padres a solas y se fueron a buscar a las niñas. Como si fueran tres sabuesos entrenados para encontrar a sus padres, las niñas salieron a su encuentro antes de que se dieran cuenta. Alfred olvidó los celos y abrazó a sus hijas. Estaban sanas y eran dulces y cariñosas y al final era lo que importaba, no el sexo con el que hubieran nacido. Florence estaba plantada frente a la estampa familiar y observaba la imagen con una mirada inquisitiva. Venía de Quebec y no le costó encontrar un empleo en esa casa de niñera. Daba la casualidad de que Elmira buscaba una mujer que la ayudase con las niñas mientras ella trabajaba y un día apareció la joven. La contrató de inmediato al saber de dónde venía, porque así podía enseñarles francés y tenía buena mano con los niños.

—Soy la segunda de ocho hermanos. —afirmó Florence el día de la entrevista—. Llevo media vida cambiando pañales y cuidando de mis hermanitos junto con mi hermana mayor en Canadá. Tres niñas no son nada para mí.

Pero la joven canadiense parecía estar constantemente en alerta y muchas veces Elmira la sorprendió mirándola de forma rara. Pero lo achacó a la timidez y el miedo de estar en un país extraño. Ella había sentido lo mismo cuando llegó a Alemania. Alfred, en cambio se mantenía alejado de ella. No le gustaba Florence y algo en él le decía que ocultaba algo, pero era eficiente en su trabajo y las niñas la adoraban, por lo que la aceptaba en la casa, pero se cuidaba de no tratar con ella.

Unas semanas después, Elmira paseaba sola por la calle. Era un día templado de noviembre y las hojas ya estaban cayendo. El paseo en solitario no se debía al ocio. Quería hacer unas compras y organizar una cena sorpresa en familia. Alfie, que es como llamaban al bebé, ya tenía dos meses y era un niño regordete de mofletes sonrosados. También había ido al médico, para revisar cómo iba el embarazo. El mismo día del parto de Heike retiró las precauciones anticonceptivas —para gran alegría de Alfred— y se sorprendió lo pronto que quedó embarazada. Estaba decidida a tomar reposo, no quería arriesgarse a otro aborto y el doctor se lo había recomendado. La cena era en parte para anunciar la nueva llegada.

Mientras caminaba, absorta en sus pensamientos, oyó que alguien se acercaba corriendo. Se volvió y vio que era Florence, que se venía hacia ella con gran nerviosismo.

—Madame, tengo malas noticias. Julia se ha caído por las escaleras y está inconsciente. Hemos llamado al médico, pero la necesitan a usted también. Está muy grave, puede incluso morir.

Elmira, conmocionada, fue corriendo con la niñera para llegar lo más pronto posible a la casa. No podía ser, de ninguna manera. Con el hogar tan feliz que habían construido y ahora todo se venía abajo por ese accidente. La casa se le hacía muy lejana conforme marchaba. No se dio cuenta de que Florence la guiaba y la estaba llevando a una calle poco concurrida, hasta meterla a un callejón.

—Florence, creo que nos hemos perdido y no podemos entretenernos. Venga, vamos. —dijo Elmira, jadeando por el esfuerzo de correr.

—Yo creo que no nos hemos perdido. —respondió Florence con una mirada aviesa. Elmira comenzó a sospechar que algo no iba bien y no se debía a ningún accidente.

—Florence, no es momento para gastarme bromas. ¿Qué está pasando de verdad? Dime qué...

Un fuerte golpe en la cabeza la interrumpió y Elmira cayó al suelo, sin conciencia. Al despertar, estaba maniatada en una silla en un cuarto pequeño y sin ventanas. Se agitó para intentar liberarse, pero lo único que consiguió fue caer al suelo con la silla. Gritó de dolor y para llamar la atención. Al poco, se abrió la puerta. Lo que vio hizo que estuviera a punto de desmayarse.

—Ya veo que no me echabas de menos. Lo imaginaba. Pero yo no he podido sacarte de la cabeza todo este tiempo. Ahora, por fin volveremos a estar juntos. —sentenció Heinrich Becker.

—Pero... tú estás muerto. No puede ser. —farfulló Elmira.

—Ya ves que no estoy muerto. Estoy vivo y más que nunca. Y por fin podré vengarme de ti y de ese puto inglés de mierda.

Florence se acercó hacia los dos. Heinrich abrazó a la joven y la besó en los labios y luego en el cuello. Esta ronroneó de placer.

—Has sido una chica buena y enseguida tendrás tu recompensa. —susurró este con la mirada ardiente de deseo. Florence era una joven muy atractiva, del tipo que le gustaban a Heinrich.

—Y, ¿cómo es posible que estés vivo? Nos confirmaron tu muerte. —logró decir Elmira, reponiéndose de la sorpresa.

—Querida, no sabes lo fácil que es sobornar a alguien y tener apoyos. Es una larga historia que ya te contaré. Ahora descansa, que Florence y yo tenemos algo que resolver. —respondió Heinrich con sorna. Cogió del brazo a Florence y juntos abandonaron el cuarto.

Elmira permaneció en el suelo, llorando de indignación. Desde ahí podía oír a Heinrich y Florence mantener relaciones sexuales no muy lejos de ella y aquello la enfurecía más. ¿Cómo había sido tan tonta de caer en una trampa? ¿Cómo eran capaces de satisfacer sus deseos mientras la tenían a ella maniatada? Porque estaba claro que Florence tenía un plan en mente desde que entró a trabajar en la casa y ese día se había consumado. Pero lo que más le preocupaba era la reacción de su familia cuando advirtiesen su desaparición. Tenía fuertemente inculcado el ateísmo por su educación soviética y la religión no significaba nada para ella, pero esa noche rezó por primera vez en su vida. Rezó para que Alfred pudiera encontrarla y liberarla de aquello. Su esposo no se quedaría de brazos cruzados cuando se enterase.

Cayó en la cuenta acerca de otro problema. Si Heinrich en realidad estaba vivo, todavía estaba casada con él. En teoría, era bígama. Y el segundo matrimonio quedaría inválido en el mejor de los casos. Devastada, volvió a llorar. Simultáneamente, los amantes alcanzaban el clímax, como si hubieran sentido la desesperación de Elmira y aquello les excitase. 

La dama de los ojos plateadosWhere stories live. Discover now