Capítulo 4

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4. SINCERIDAD Y DECEPCIÓN

Conocí a una niña en quinto grado, teníamos diez años. No la recuerdo a ella en sí, sino más bien su predisposición a meter la pata siempre. Si debía tomarse una foto, su camiseta se arruinaba justo antes de llegar a la cámara; si en la clase de inglés evaluarían el avance del taller, a ella se le quedaba en casa; si comía hamburguesa, la carne se le caía cuando iba a dar el primer bocado.

No era mi amiga, pero yo veía de lejos su suerte y me sentía mal por ella. Yo podía darle de la mía pero nunca lo hice porque estaba en una etapa en que prefería mantener en total secreto mi don. Recuerdo que la niña era también supersticiosa. Buscaba tréboles de cuatro hojas, se alegraba de ver una araña —porque daban suerte según ella—, tenía una herradura siempre en su mochila —nunca supe cómo la consiguió—, los días viernes trece no iba a estudiar y evadía los gatos negros como si su vida dependiera de ello.

Siempre me burlé de sus intentos de conseguir suerte; era absurda.

Quien me iba a decir a mí que siete años después estaría colgándome amuletos al cuello, buscando herraduras de hierro en Internet y con Azucena frente a mí con flores de ruda para restregármelas en el cuerpo.

—Esto es absurdo —digo en un suspiro—. Me veo ridículo, me siento ridículo.

Por fortuna solo estamos en mi habitación, pero tener cien tréboles sobre mi ropa —solo conseguimos dos de cuatro hojas, pero el optimismo de que los de tres estando sumados funcione, me convencieron—, una pata de conejo —sintética, eso debe servir, ¿no?— en mi muñeca, un ojo de turco en mi cuello y el color verde en mis calzoncillos, me hace sentir estúpido.

—Ni cómo llevarte la contraria, mugre. Te recuerdo que esto es tu idea.

—¡Es que tú no me diste más...!

—Sí te di otra.

—¡... que no sea hablarle a mi papá!

Desesperado, me quito todos los tontos amuletos de encima y los pongo en el cesto de basura de la esquina. Azucena se recuesta en mi cama dejando sus pies en el suelo y escucho que resopla. Me acomodo a su lado y ambos quedamos mirando el techo.

Tras un largo silencio, Azucena habla:

—Te confesaré algo.

—¿Anunciarás en público que ya no eres lesbiana para que todos dejen de sentir pena por mí?

—Quizás si fueras más lindo, te haría el favor. Pero no. —Me da un codazo y sonrío—. Ya, en serio. Estoy preocupada, Zack. Cuando te digo que hablemos con tu padre es porque de verdad me preocupa esto; ya pasó una semana y nada se recargó, así que es lógico asumir que realmente perdiste tu don. ¿Y si eso es malo? ¿y si es una enfermedad que solo tu padre conoce? ¿y si estás en peligro? ¿No has pensado en eso?

¡Esa suerte es mía! •TERMINADA•Nơi câu chuyện tồn tại. Hãy khám phá bây giờ