Carta VI

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Querido nadie:

A mi madre le encanta la Navidad. Para ella es sagrado poner el árbol y el Belén aunque no haya mucho espacio en casa. Se pasa todo el día cocinando, fuera de la compañía de mi padre, que se convierte en el dueño del sofá. En realidad, cualquier excusa es buena para no tener que estar con él. Me he fijado que cuando se sienta a su lado, siempre lo hace en el borde, alerta, y se dice en voz alta que tiene que recoger la ropa del tendero o si se ha dejado la luz de la cocina encendida.

Por la noche cenamos con mis tíos y mis abuelos, y como el aire festivo de mi madre no se agota, invitó hoy a comer a Gerard y a sus padres, lo que me parecía una idea terrible. Hay tensiones por todos lados, mis padres con Gerard, Gerard con su padre, su padre con los míos.

Al principio todo estaba impregnado de una falsa amabilidad: ¡Feliz Navidad! ¡Qué bonito el Belén! ¡Tu comida está muy buena! ¡Qué guapo estás, Gerard!

Hubo un momento en el que Josep se ofreció a darme clases de nuevo y mi madre lo declinó. Según ella, tengo que descansar, guardar reposo. Josep insistió en que podría venir a casa y que la música es buena para el bebé, que favorece su desarrollo emocional y cognitivo. Con eso ha conseguido que al menos se lo piense. Yo no sabía cómo decirle a Josep que ya no soy capaz de tocar el piano.

Después de la comida, Gerard y yo nos ausentamos un momento, quería darme su regalo a solas, rascar algo de intimidad. Era un discman y un montón de CDs de música, algunos incluso cantados por él. "Éxitos de Gerard", había escrito en el CD con un rotulador cuya punta era tan gruesa que ni siquiera dejaba el blanco en los círculos de las letras. Al sacar el CD de la carcasa, me quedé observando el brillo iridiscente en la otra capa.

Después de reírnos un rato de su pésima forma de cantar, fue al baño, diciendo que tenía el estómago un poco revuelto y que igual mi madre lo había envenenado.

Iba a pasar a la siguiente canción cuando apareció Josep. Sentí una ola de calor en la nuca, mi habitación estaba desordenada, y de repente mi corcho con fotos de paisajes y pianos me parecieron ridículos. De niña.

"¿Puedo sentarme?" me preguntó haciendo un golpe de mentón hacia la silla que hay junto al piano digital. Yo estaba sentada en el borde de la cama.

Asentí, todavía más avergonzada. Las teclas estaban cubiertas de polvo.

"Hace tiempo que no..."

Entonces sacó una gamuza del bolsillo y empezó a limpiarlo con cuidado. Las teclas blancas, las negras, los botones de ajustes. Sus manos me absorben y me las imagino tocando en otros sitios. A pesar de su esfuerzo, en las juntas ha quedado algo de polvo. Solo mi madre es capaz de limpiarlo al cien por cien.

"¿Quieres tocar algo conmigo?"

"No sé, hace mucho tiempo que no..."

"Vamos, algo sencillo".

Por una parte quería sentarme a tocar con él, quizá con la esperanza de que me devolviera la ilusión por algo que amaba. Por otra parte, me intimidaba el poco espacio que había para ambos, lo cerca que lo tendría. Incluso me llegué a imaginar sentándome en su pierna, que él me lo ofrecería. Si lo hacía, sabía que sería un gesto paternal, sin ningún significado oculto ni malas intenciones.

Aun así, me puso muy nerviosa pensar en ello.

"Prefiero no hacerlo, no me apetece tocar", le dije.

"Lina, ¿estás bien?" me preguntó, acercándose a la cama. Se sentó en el borde después de pedirme permiso con un gesto, alejado de mí pero aún demasiado cerca. Su mirada de preocupación era la que buscaba en mis padres, la de alguien a quien de verdad le importo. Quise mantenérsela y abrirme sobre cómo me sentía. Estaba segura de que Josep me entendería. Pero agaché la mirada, asintiendo con la cabeza.

"Sí, estoy bien".

Vi que apretaba los puños en su regazo, y soltó el aire acariciando la sedosa manta, con lo que me parecía que reunía fuerzas para algo. Su mano quedó a medio camino entre nosotros, y me avergonzó pensar en la mía llegando hasta la suya.

Se agarró al borde de la cama como si supiera que debía marcharse pero no quisiera. Ahí, justo en esa esquina del colchón, es donde me había estado frotando toda la vida.

Quise pedirle que se fuera. Pero de mi boca no salió nada.

"¿Volverás a tocar algún día?" quiso saber, visiblemente triste.

Su pena me golpeó con fuerza. Debía creer que me había dado por vencida. Que me había vaciado de todas sus enseñanzas, que había perdido el tiempo conmigo.

Iba a responderle cuando apareció Gerard por la puerta. Su cuerpo parecía en pausa, no se movía, en cambio su mirada oscilaba de mí hasta su padre, de su mano a la mía, analizando lo cerca que estaban sobre la cama, como si hubiera llegado a ver lo que solo yo había sentido. Josep tardó más en devolverle la mirada. Contuve el aire y casi sentí que en el silencio de mi habitación se me escuchó tragar saliva. Padre e hijo se miraban de una forma que todavía no logro descifrar.

Me levanté de golpe y por un instante sentí como si me hubiera pillado haciendo algo malo. No sé qué había pasado. No entendía nada.

Lina.

Lina

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Al otro lado del silencioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora