Carta III

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Querido nadie:

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Querido nadie:

Después de mis intentos de aborto, fuimos al médico de nuevo y volvieron a hacerme más análisis. Te doy la noticia de que estás bien. Tu futura abuela vela día y noche por ti. Estoy vigilada las veinticuatro horas los siete días de la semana. Mi madre se cerciora de que cada mañana me tome la pastilla de hierro y cuando llego del instituto revisa mi mochila. Probablemente cuando estoy en clase se dedica a inspeccionar de arriba a abajo mi habitación.

Sinceramente, no me atrevo a hacer nada más.

Hoy en la consulta de la matrona me han dado la "Cartilla de la Salud de la Embarazada". Ahí figura mi nombre, dirección, mi edad, el médico de familia, el hospital de referencia... y la fecha provisional en la que está previsto que nazcas. 5 de junio de 2001. La cartilla también hace un seguimiento exhaustivo del desarrollo del embarazo y nombra cosas que desconozco como el test de O'Sullivan, la creatinina, la ferritina y no sé qué más. O cosas que pueden ocurrir en el parto como episiotomía, desgarro, forcéps, ventosa o espátula, que me asustan mucho.

La cartilla es tan meticulosa que a mi madre le encanta. La mira a menudo para comprobar que las fechas que ha apuntado en el calendario que tenemos colgado en la cocina son correctas.

Estos días los síntomas se han presentado más fuertes, me siento más cansada de lo normal, tengo sensibles los pechos (y me da la impresión de que cada vez me aprieta más el sostén y me deja marca en la piel), tengo mucho sueño, algunas mañanas me levanto con náuseas y empiezo a sentir aversión por la carne y antojo por patatas fritas. Así que me he quedado en casa, llevo ya una semana y estoy muy aburrida. No me apetece tocar el piano y aunque María me trae los deberes tampoco los hago. Cuando me encuentro más o menos normal, sigo a mi madre e intento ayudarla en las tareas de casa aunque ella me insiste en que descanse.

Su rutina puede llegar a ser realmente agotadora. Para empezar, mi madre quita el polvo y pasa el aspirador cada día. Cada tres días friega, hace los baños a fondo y pone la lavadora. Una vez a la semana toca limpiar los cristales tanto de los muebles como de las ventanas y una vez al mes hace los armarios de la cocina, el horno y la nevera. Esto último me lo ha explicado ella.

También cuida de sus plantas cada día, por supuesto. Mi madre incluso les pone nombres como si fueran mascotas, y ni siquiera son nombres graciosos, sino cosas como Alejandra, Adela o Bárbara. A cada una les da un cuidado especial, incluso les habla y les pone música. Dice que así crecen mejor. Hace lo mismo con mi tripa cuando me unta una crema antiestrías. "Ay, sí, qué bonita será Ángela", "Crece fuerte y sana, pequeña", "Sé buena con tu mamá, Ángela". Así es cómo ha decidido llamarte, convencida de que serás niña.

La rutina de la limpieza la hace con la radio puesta, escuchando los éxitos de su juventud.

Después de la limpieza va a comprar o a pasear a Koala, y cuando vuelve le cepilla el pelo. A media mañana hace un descanso para comerse una fruta mientras ve Saber Vivir y prácticamente a las doce o doce y media empieza a hacer la comida. Después de comer, escucha las noticias mientras lava los platos, sartenes u ollas y luego pone una telenovela mientras va planchando, doblando ropa o cosiendo.

Mi madre tiene un cajón donde guarda todas las revistas de ofertas y las hojea a conciencia para luego ir a comprar siguiendo un orden de pasillos, primero el de los lácteos, luego las bebidas, el desayuno, los productos de limpieza...

Su día a día es tan aburrido que me sorprende que no se tire de los pelos. Estoy empezando a temer que mi vida se convierta en la de ella, cuidando de una hija que se queda embarazada con 16 años, con un marido gruñón que solo me habla para preguntarme qué habrá para cenar, limpiando y fregando, limpiando y fregando. Limpiando con la escobilla la caca que se queda incrustada en la porcelana del WC, arrancando los pelos que quedan en el cepillo de mi hija o sacando los pañuelos usados de los bolsillos de los pantalones de mi marido.

Sinceramente, si fuera ella, me compraría una caja de pastillas para dormir y me las tomaría una de esas mañanas en las que mi hija está en la escuela y mi marido en el trabajo. Tendría que estar preparando la comida, pero en lugar de eso sacaría las pastillas de los blisters y me llevaría una o dos a la boca, trago tras trago de agua, así hasta dejar la caja vacía. Entonces a la hora de la comida llegaría mi hija y descubriría mi cuerpo inerte. Tal vez mi último pensamiento sería algo como "qué lástima, acababa de limpiar la cocina, menudo estropicio voy a montar".

Lina.

Al otro lado del silencioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora