15. La calma que precede a la tempestad

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"Clic-clac", "clic-clac" jugueteaba Caín con el mechero entre sus mortíferos dedos. De vez en cuando dejaba la llama prendida y perdía la mirada en su danza exótica, como si observase el fogoso contoneo de una bailarina vestida de seda roja. Los demás diablos esperaban ansiosos sus palabras, postrados a los pies de su condenado trono. Aquella mirada perdida les aterrorizaba. Por la mente de su oscuro señor estarían pasando pensamientos terribles. 

Agneta le observaba desde las penumbras. A veces parecía que la llama derretía sus iris, transformándolos en mercurio. Otras, sin embargo, era el fuego el que parecía congelado en su gélida mirada. ¿Sería cierto lo que le había dicho esa vieja alcahueta? ¿Sería él su hermano? Parecían tan diferentes... Mikael poseía una larga y dorada cabellera. Muchas veces había llegado a la conclusión de que de que si el sol brillaba tanto, era porque sus rayos se reflejaban en aquellos hilos áureos. Y sus ojos... ¡Oh, qué ojos! Hacía mucho que no podía sumergirse en ellos, pero los añoraba. Añoraba su cálido brillo y ese valor que se avivaba en ella cuando percibía su fuerza. Por el contrario, aquella mirada metalizada inspiraba frío, frío y miedo. Miedo porque sabías que él te estaba perforando cada resquicio de tu ser y, sin embargo, la mente de él resultaba inescrutable. Y su oscura melena no arrancaba luz, sino deseos oscuros. Pero los radiantes y cálidos ojos siempre la habían rechazado y los de plata líquida la habían acogido desde el primer momento. Eso no quitaba el hecho de que él había matado a Mikael, a su Mikael, cosa imperdonable. Y Caín debía de ser consciente de ello y por eso la habría llamado.

Finalmente, Caín salió de su ensimismamiento. Todos querían respuestas sobre lo que había ocurrido en la ciudad. La mayoría habían sido espectadores de cómo algunos edificios iban cayendo arrasados, pero no entendían lo que había pasado. Preferían poner sus condenadas vidas a salvo. La curiosidad mató al gato, solían decir.

—La insolencia de estos arrogantes ángeles ha llegado demasiado lejos. Parece ser que no tienen suficiente con habernos relegado a este trozo de tierra. No soportan ver cómo con nuestro esfuerzo y sin ayuda de nadie hemos podido seguir adelante. ¡Pero no se lo permitiremos! ¡Todo aquel que ose acercarse no verá la luz nunca más! —exclamó su rey.

Sus súbditos le corearon. Hubo uno de ellos que esperó a que guardasen silencio para dirigirse directamente a Caín.

—Por la información que he podido reunir, esos imbéciles del Cielo están buscando algo que es nuestro. Pero no tenemos nada que temer, porque Caín El Fraticida, nuestro oscuro amo y señor, nos protege.

Caín se levantó del trono y examinó fríamente al que había hablado. Sus ojos relucieron malévolamente y se pudo escuchar el sonido de algo resquebrajándose. El diablo comenzó a aullar de dolor. Su cuerpo parecía estar siendo sometido a un intenso campo magnético que estaba separando las membranas de su cuerpo. Las hemorragias internas eran tan grandes que la sangre borbotaba a través de unos orificios que tenía como nariz, orejas, boca, ojos. Pronto el dolor no fue sólo interno, sino que la piel también comenzó a abrírsele y las uñas se partieron por la mitad. Una fuerza invisible estaba tirando de su cuerpo violentamente, desgarrándole y desmembrándole. La tortura no cesó hasta que sólo quedó de aquella criatura un amasijo de huesos, piel desmembrada y sangre.

—El próximo que vuelva a llamarme "fraticida"—proclamó en voz alta el Satán—, sufrirá un castigo seis veces más doloroso, largo y cruel.

Se hizo el silencio por unos instantes hasta que otro diablo se atrevió a hablar.

—Idolatrado sea nuestro oscuro satán Caín, padre de vampiros y de todos nosotros, cuyo cuerpo mantiene Infernalia a la vez que resucitó para estar entre nosotros.

Dolce InfernoWhere stories live. Discover now