Especial San Valentín (Segunda Parte)

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Caín trató de hurgar en la mente de Adramelech para averiguar si le estaba tomando el pelo, pero el demonio no mentía. Es más, pudo ver la repetición de su hazaña y cómo se había arrojado al río sin más reparos en pos de la pequeña. Desconcertado evaluó todas las posibilidades que se le ocurrían, cada cuál más disparatada que la anterior. La esencia de Amara se hacía palpable por todas partes: en el aire que se filtraba por sus pulmones contaminándolos y corrompiendo su mente, en los menudos granos de arena que el viento arrastraba pegándose a su piel húmeda y haciendo que sus poros absorbieran su fantasiosa esencia y así algo en su cabeza se conectó y comprendió que sólo existía una única explicación: se encontraba atrapado en una ilusión de Amara y no sólo él sino que parecía ser que los había atrapado a todos.

—¡Que sepas que esto no tiene ninguna gracia! —le gritó al aire.

—Va a ser más grave de lo que pensaba —se preocupó Adramelech.

—¡Estoy perfectamente! —le espetó enojado para seguir y continuó gritando al despejado cielo azul que se extendía sobre sus cabezas—. ¡Ya estás haciendo que todo vuelva a la normalidad!

Nada ocurrió. Iba a tener que interpretar el papel que se le había asignado con resignación hasta quién sabía por cuánto tiempo. Volvió a examinar a toda el barullo de gente que le vitoreaba y un flash le deslumbró.

—¡Una foto para los periódicos! —anunció el que reconoció como uno de los irritantes amigos de Nathanael.

Sherezade y él completamente empapados quedaron inmortalizados en las tripas de una gran y antigua cámara de fotos.

—Está prohibido sacarme fotos —les regañó, malhumorado.

—No seas así…

—He dicho que está prohibido. Ya estabais en sobre aviso por tráfico de sustancias ilegales y aún así seguís haciendo caso omiso desafiando las leyes. ¡Arrestadles!

Adramelech obedeció instantáneamente desenfundando una pistola y esposándoles. Los dos chicos protestaron aunque al final se impuso la voluntad de Caín porque él era el sheriff de aquel pequeño y pacífico pueblo.

Por fin en su pequeña comisaría pudo poner en orden las ideas y terminar de comprender la situación. Durante el viaje de vuelta se le había adherido a su cuerpo demasiada arenisca y no disponía de mucha ropa de recambio. Afortunadamente el sofocante calor evaporó las gotas de agua rápidamente. Ancel y Yael no paraban de protestar en sus celdas mas no les prestó atención alguna.

—Así que eres mi ayudante.

—No, soy una bailarina de salón. ¿A usted que le parece? —replicó Adramelech.

—Y todas estas minas de oro me pertenecen —continuó Caín señalando los mapas y documentos que se extendían sobre la mesa.

—En cierto modo, sí. Por cierto, va siendo hora de salir a patrullar.

Caín desenfundó su pistola y apuntó con ella hacia su intendente. Tras un instante de silencio apretó el gatillo provocando un chasquido fallido. Al haberse tirado al agua tan repentinamente la pólvora se había echado a perder. Como no tenía nada mejor que hacer se colocó un pesado abrigo negro que le llegaba hasta por debajo de las rodillas, sus mitones y unos cartuchos de municiones cruzando su pecho.

Cuando llevaban un rato cabalgando Caín volvió a romper la monotonía de las herraduras trotando sobre la caliente arena.

—Oye, Adramelech, ¿por qué no nos pasamos por la taberna? No parece que tengamos mucho trabajo…

—Hacia allí nos dirigimos, como es habitual en nuestra ruta.

Dejaron a un lado los caballos asegurándose de que estaban bien amarrados y que disponían de agua para reponerse. A Caín le apetecía adentrarse en un lugar como aquel, donde las bailarinas con cancán se mostraban agradables y provocativas, el alcohol corría a raudales y un mal perdedor arrojaba la mesa y acababa a pistoletazos con los demás por mirar de más a su chica. El diablo cruzó la doble puerta de madera completamente metido en su papel, como en las películas mas su decepción aumentó cuando no atisbó ni rastro del pícaro susurrar del movimiento de las faldas, ni jaleo de ningún tipo. La taberna parecía un lugar tranquilo y medio vacío donde unos pocos hombres se hallaban sentados en la barra esperando su whisky y en una mesa del fondo cuatro conocidos jugaban amistosamente a las cartas. Lo único que animaba un poco el ambiente era un tipo tocando aficionadamente el piano. Se esperaba otra cosa y más mujeres.

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