Prólogo

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El mensaje más profundo viaja de corazón a corazón, por el sendero de los ojos, escrito en el lenguaje de la luz.(Anónimo)


Toda Ciudad Sacra estaba revolucionada ese día. Las ondinas, pequeñas hadas que vivían en los ríos de aguas más puras haciéndolas fluir, cantaban una canción que alegraba el alma de quien la escuchara. El sol mayor brillaba más radiante que nunca. Decenas de dragones plateados revoloteaban por encima de los tejados y torres más altas, mientras que sus alas iban trazando toda clase de dibujos. Quien mirase hacia arriba ese día vería un cielo tatuado con la más fina aguja y con tinta áurea y argéntea.

Sin embargo, el ambiente que se respiraba en el Rayo de Zeus era muy diferente. Rayo de Zeus era el nombre que recibía el palacio que dominaba el último cielo: Majón, y en el cuál se encontraba el lugar más sagrado de todo el Universo: Avarot, el trono de Dios.

Desde que existía la vida en la Tierra, el único que lo había ocupado era Metatrón, un ángel bellísimo con diez alas que eran atravesadas continuamente por miles de rayos de luz que al traspasar el akasha (material del que están hechos los ángeles) se descomponen en millones de diminutos arco-iris.

Metatrón se hallaba rodeado por los serafines, ángeles dotados de seis alas que, según muchos, servían para protegerse de la luz que desprendía su señor. El líder de este coro celestial era Serafiel, el único que podía hablarle directamente a Metatrón.

Los ángeles, como seres puros y perfectos que eran, no gozaban del libre albedrío y tenían unas leyes muy severas que cumplir. La que más ejecuciones les había costado era aquella que prohibía amar o tener cualquier tipo de contacto físico con cualquier otro ser. Eso es algo carnal; unos seres tan puros y espirituales no lo necesitaban. Aún así, los demonios se empeñaban en tentarlos y siempre caían muchos. Últimamente, los arcángeles pasaban esta norma por alto aludiendo que "ya tuvieron bastante con la última batalla como para ocasionar más pérdidas", pero a Metatrón esto no le hacía ninguna gracia.

"Si pecan, ¿cómo pueden ser ángeles?"

Y el evento que se iba a producir era la gota que colmaba el vaso: la boda de Mikael y Zadquiel. Él, General del Ejército Azul, el ángel que derrotó a Lucifer; ella, también un arcángel, líder del Rayo Violeta. Esa mujer siempre le había parecido muy rara: tenía ideas muy parecidas a Lilith, además de que se había materializado en un cuerpo que tentaba a más de uno.

Metatrón ordenó que la espiasen, pero ella los descubrió y exclamó muy ofendida que ningún ser de ninguna galaxia era lo suficientemente bueno para ella. Y ahí estaba ahora: casándose con Mikael y proclamando que ese acto traería la salvación a los ángeles, curándoles de la Infección, y esa cura era nada menos que el amor.

El amor consistía en apoyarse los unos a los otros, en impregnar el corazón de amor y adoración hacia su Dios, no en compartir el mismo lecho. Y después de ellos, les seguirían los demás. Y el amor los infectaría a todos. ¡Qué desperdicio de akasha...!

Afortunadamente, los ángeles más antiguos pensaban como Metatrón. Pero, a pesar de todo, Mikael lo anunció y el pueblo le apoyó. ¿Qué podía hacer él? ¿Juzgarlos a todos?

* * *

La hora se acercaba. Todos los ciudadanos se habían ataviado con sus mejores galas.

Los más jóvenes exclamaban sorprendidos cuando miraban al cielo. Mikael esperaba en el altar. Tendría que ser el hombre más feliz del mundo, pero por mucho que intentaba disfrazar su preocupación con una sonrisa, no lograba sentirse mejor.

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