Capítulo 33 Yerbas y Oraciones

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Capítulo 33 Yerbas y Oraciones

Pasada ya una semana del infortunio, los padres de Edmund se apresuraban para salir a verle. Su madre Lady Carmilla estaba sumamente angustiada. Tan pronto el mensajero entregó el recado con la noticia que anunciaba la gravedad de su hijo, la mujer se tiró al suelo a llorar desconsolada.

—¡Noooo! ¡Mi hijo Edmund no!— Edmund era su único hijo, y si bien temió por su vida mientras estaba comandando una batalla cruenta frente a los visigodos, más aun en estos momentos que su vida pendía de un hilo. De inmediato, el conde de Wigmodia ordenó preparar todo para salir en ese instante. —¡Fracesco, alista todo que partimos de inmediato a Harzburg!

En su castillo, el rey Enrique miraba a la lontananza. Su mirada se perdía sobre la espesura del bosque y lágrima rodaba por su mejilla sufriendo la noticia de que el joven Edmund Wigheard estaba al borde de la muerte. El rey Enrique quería a Edmund como a un hijo. Tanto así que lo había nombrado su heraldo y futuro heredero al trono del Imperio Germánico-Romano. La reina Catalina no había podido darle un hijo y Edmund era un muchacho noble y sabio. A este le prefirió sobre los de su propia sangre para posar sobre él su corona real una vez dejara este mundo terrenal. El sólo pensar que Edmund podría fallecer lo entristecía de sobremanera.

—¡Guardia! ¡Ordena a prepararar mis carruajes que de inmediato salimos para Harzburg! Haz llamar a Sir Wallace y al notario y que traigan los documentos necesarios que amerita la situación. ¡Partimos en una hora!— El monarca ordenaba que todo fuese dispuesto para salir a la mansión de Cuthberth.

En Harzburg Ardith ayudaba en el lavatorio de Edmund. No era lo usual que una doncella asistiera en el aseo de un enfermo, más si era varón y aún peor, si era el prometido de tal doncella. Pero Lord Aelderic había accedido a los deseos de su hija de ella misma cuidar día y noche a su amado Edmund. Tal vez sería poco el tiempo que ella le tendría con vida. Y a fin de cuentas, ya Ardith no era tan doncella como su padre pensaba. Más ella sacaría de sus memorias todos esos recuerdos pecaminosos llenos de lujuria en aquellas noches que entregaba su cuerpo a una pasión desenfrenada entre los brazos de Leila.

Aquella mujer endemoniada ya había dejado de existir, pero su huella maligna había quedado latente en este mundo. Primero, el alma de Ardith había sido corrompida y su manera de ver las cosas ya no sería la misma. Ya no era aquella virginal niña. Por esto... por su debilidad ante la influencia maléfica de la vámpir habían acontecido tantos infortunios. Orla había muerto y otros tantos a manos de Leila. Los inquisidores llegaron para llevársela y para evitarlo, Edmund se había auto infringido una puñalada que lo llevaría al borde de la muerte.

Ardith sacudía su cabeza como queriendo espantar aquellos horribles recuerdos. Con delicadeza pasaba una toalla humedecida sobre el pecho de Edmund. Lavaba sus firmes pectorales con suaves movimientos circulares y suspiraba. El corazón de la duquesa se entristecía al ver el rostro de su amado tan profundamente dormido. Parecía un ángel... su ángel.

Ardith, asistida por una sirvienta, terminaba de vendar a Edmund y con sumo cuidado lo acostaban boca arriba nuevamente. Por suerte ya la fiebre había cedido y la herida no parecía haberse infectado. Y aunque aún no reaccionaba y su rostro palidecido reflejaba el espectro de la muerte, Ardith no perdía la fe y rezaba día y noche por la pronta recuperación de su Edmund.

Muy temprano en la mañana, la joven duquesa preparaba la habitación donde dormía su prometido. Ya se habían recibido mensajes avisando de la pronta llegada de los condes de Wigmodia y del propio Rey Enrique. Les quedaba menos de un día de camino y la recámara debía estar presentable para cuando estos llegaran a la mansión de Cuthberht. Las sirvientas ya habían trapeado los pisos y cambiado las sábanas de la majestuosa cama de pilares de roble rojo donde aún convalecía Edmund.

Como de costumbre a esta hora, siempre llegaban Barón Ascili acompañado por Monseñor Rudrich. Estos se habían convertido en huéspedes permanentes de la mansión de Cuthberht. El primero, para revisar a diario el estado de salud del joven conde y el segundo, para cerciorarse de que ningún tipo de curandería pagana sería empleada por Ascili. Todo tipo de medicina había sido vetada por la iglesia desde hacía más de un siglo, pero en esta ocasión, la asistencia del médico, quien era uno de renombre y estudiado en la materia, había sido permitida por lo delicado de la situación. Y siendo tres de los más altos emisarios de la iglesia quienes habían provocado la misma, no podían cometer otro error. Si el heraldo del rey fallecía, serían sus cabezas las que rodarían y luego serían colocadas en estacas frente al palacio real. Y lo más probable esto traería como consecuencia inmediata la disolución del Sacro Imperio Germánico Romano.

Germania era el último bastión político-religioso que le quedaba a Roma fuera de los límites territoriales de Italia a esta fecha. El Imperio caía en pedazos como la piel de un leproso. El Rey Enrique apoyaba a la iglesia tanto con recursos monetarios como humanos y si perdía su heredero al trono por cuentas de que los inquisidores vinieron a Harzburg en busca de un ser que la iglesia misma negaba su existencia, los resultados serían nefastos para las órdenes clericales establecidas en Germania. Sería el fin de la alianza.

Barón Ascili removía el vendaje puesto en la tarde anterior y curaba la herida de Edmund cubriéndola con un ungüento pastoso y verde preparado con salvia y tomillo. Untaba los trapos con aceite de almendra y cubría la herida. El obispo miraba con recelo el procedimiento, aún conociéndolo, el uso de ciertas hierbas había sido prohibido por su común uso en la hechicería. Pero tal y como estaban las cosas, era mejor no intervenir.

Una vez limpiada y curada la herida y los vendajes reemplazados, Barón Ascili le informaba a Ardith sobre el estado de salud de su prometido. –Lady Ardith, la herida ya ha sellado. La cicatriz se ve rosada como debe ser y sin señales de pus. Ya no hay fiebre, pero el permanece aun muy débil. Mandaré a preparar unos teses para que al medio día se los den a tomar.– El médico salía de la habitación. El obispo Rudrich procedía entonces con su serie de rezos y oraciones por la pronta recuperación del heredero al trono de Germania. Pedía fervientemente pues su cabeza pendía de un hilo.

Ardith entraba nuevamente a la habitación cargando una bandeja con la olorosa infusión de hierbas para Edmund. La joven colocaba la bandeja plateada sobre la mesa junto a la cama y se sentaba en la cama. Arregló con delicadeza las almohadas para que el torso de su amado quedara más levantado. –Bueno, mi amado Edmund, necesito que cooperes y me ayudes a darte este té.– Ardith soplaba un poco la infusión que aún despedía un vapor aromático. Con cuidado halaba hacia abajo la mandíbula inferior de Edmund para abrir su boca y colocaba la cuchara llena del líquido verdoso entre los labios del joven.

–¡Mi amor, está caliente!– Edmund despertaba, reaccionando con debilidad.

Ardith daba un brinco poniéndose de pie y dejando caer la cuchara en el piso. Sus manos temblorosas sobre su boca en un gesto de asombro. Edmund abrió sus ojos lentamente y la miró sonriendo.

Ardith (Español) [Historia destacada-Featured]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora