Capítulo 17 Rojo Sangre-Rojo Pasión

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CAPÍTULO 17

ROJO SANGRE, ROJO PASIÓN

PARTE I



EL filo del fierro se batía en el aire en medio de una lluvia de lanzas y flechas. El sonido desgarrador de algún soldado Cristiano siendo descuartizado por el enemigo estremecía las almas de los que aún peleaban en nombre de Dios. Los demonios se movían con rapidez en medio de las filas del ejército del sacro Imperio causando una gran masacre. Edward miraba desde su caballo blanco salpicado de sangre como sus soldados estaban siendo reducidos a una pila de cuerpos y miembros regados por el campo. Si bien el plan había sido efectivo y las bajas en el enemigo eran cuantiosas, los que quedaban de pie masacraban sin piedad a los suyos. Por cada un vampyr, diez soldados perecían, porque sólo uno bastaba para acabar con una decena de hombres.

Era una batalla injustamente desigual. El agua bendita y al aceite funcionaba en los casos en que los cristianos pudieron herir algún vampyr. Pero los demonios avanzaban y se adentraban en las filas germanas. Con una velocidad increíble brincaban sobre algún desgraciado y de un mordisco arrancaban miembros enteros. Otros de un zarpazo cercenaban cuellos, decapitando hombres a diestra y siniestra. Se levantaban con sus bocas abiertas, mostrando sus largos y afilados colmillos chorreantes de sangre humana. Sin nada que los detuviera, proseguían la carrera y aplastaban otro mortal.

Los vampyrs que podían ser heridos caían al suelo inmóviles, sacudiéndose violentamente cual poseídos por el demonio y se retorcían al contacto con los líquidos consagrados o las flechas ardientes. Era necesario proceder rápido y acabar con estos seres siendo la decapitación o una herida certera en el pecho, justo en el corazón, la manera más eficaz de evitar que los malditos se volvieran a poner de pie o permanecieran vivos. Algunas decenas habían sido destruidas, pero los que aún campeaban en el valle eran armas letales para los poquísimos soldados que permanecían con vida.

El hedor a sangre y a carne quemada cargaba el aire húmedo del valle. Las aguas circundantes del Rin se teñían de color carmesí y por ellas corría la sangre de los valientes soldados que habían fenecido en nombre del Sacro Imperio Germánico y de Dios.

Edmund no podía permitir que la masacre continuara. Un ejército de cinco mil hombres ya había sido reducido a la mitad, y en esta última batalla, más de mil habían muerto. El general sentía un dolor inmenso en su interior y su fe en Dios caía y se arrastraba por el suelo junto con la sangre de sus soldados muertos. A la corta distancia podía ver como los generales del ejército Visigodo se reían malévolamente. Sus carcajadas abismales retumbaban altisonantes en el valle.

La decisión había de ser tomada con prontitud, o lo que quedaba de su ejército desaparecería en minutos.

—¡Da la retirada!— Edmund daba la orden.

El corneta junto a Edmund hacía sonar el instrumento musical de guerra anunciando la retirada. El segundo corneta repetía el llamado. El tercer soldado con el cuerno se disponía a dar el último aviso cuando a lo lejos se escucharon otros cuernos dando el sonido del llamado a batalla.

Edmund se volteó de inmediato, así mismo los soldados que peleaban. Las banderas purpúreas del ejército Romano ondeaban en el aire. Tras de los brillantes blasones morados, cientos de filas de soldados hacían su entrada en el llano. El sol resplandecía en los lustrosos escudos con la cruz en el medio. Las espadas se erguían parejas junto a cada centurión. Roma desplegaba sus guerreros elite y los enviaba como refuerzos a asistir al abatido ejército de Germania.

—Señor todo poderoso. Nos has venido a rescatar —, Edmund murmuraba aliviado y una sonrisa se dibujaba en su rostro. Dios había escuchado sus ruegos. Esta batalla la ganarían de seguro—. ¡Corneta, anuncia el llamado a batalla! ¡Los refuerzos han llegado! ¡Alabado sea el Señor!— Edmund daba la orden al soldado con el cuerno junto a él. Los cuernos de marfil se escuchaban esta vez unísono.

Todos los soldados coreaban, —¡Alabado sea el Señor!


PARTE II

En el castillo de Harz la noche caía. Orla salía del cuarto de revisar a la niña Ardith. Su estado había mejorado en los pasados días. Las laceraciones habían sellado y la fría temperatura que tenía su cuerpo parecía estar volviendo a la normalidad. Su apetito regresaba y ya aceptaba tomarse los caldos que su nana le preparaba. La sirvienta caminaba por el pasillo alumbrado solamente por los candelabros que colgaban de las paredes. El danzar de las llamas hacía que en el suelo se dibujaran figuras tenebrosas. Orla sentía que un escalofrío recorría su cuerpo, presintiendo que algo terrible acontecería.

Al llegar al final del pasillo, justo antes de la escalera para descender al primer piso, se dio cuenta que había dejado algo olvidado en el cuarto de la duquesa. Se dio media vuelta, mientras sacaba sus llaves de la bolsa donde las echaba y que amarraba a sus faldas. Al comenzar a caminar de regreso al cuarto, pudo distinguir una figura que se movía casi flotando por el pasillo y se dirigía al cuarto de Ardith. Colocó la bandeja de inmediato en el suelo y sin hacer ruido caminó de puntillas y se escondió tras la pared. Al enfocar su vista distinguió que era Leila la que entraba en el cuarto de su niña a estas horas de la noche.

—Tengo que permanecer en vela. Algo muy extraño está pasando aquí. Apuesto mi vida a que esta intrusa es la causante del mal de mi niña—, Orla murmuró para sí.

Decidió llevar su bandeja de inmediato a la cocina y volvería a esconderse para aguardar a que Leila saliera del cuarto de Ardith.

Mientras, en el cuarto de Ardith, la joven duquesa se sentaba en la cama. Leila se acercaba a la cama caminando con cadencia sobrenatural. En su rostro se dibujaba una sonrisa maquiavélica y sensual.

—Leila, volviste. Me hiciste tanta falta—, Ardith le hablaba a Leila con voz dulce. Sus ojos brillaban con genuina alegría por ver a su amiga.

—Claro que he vuelto, mi pequeña—, Leila miraba a Ardith con los ojos con los que mira un depredador a su presa. Un brillo rojo reflejaba en sus pupilas dilatadas en la obscuridad, tal como los ojos de un gato o de un lobo hambriento. En medio de aquella belleza etérea, era una mirada demoniaca y penetrante.

Ya cerca de la hermosa pero lánguida Ardith, Leila acariciaba sus cabellos con inusual sensualidad, entrelazando sus rizos entre sus largos y blancos dedos.

—Pensé que no volverías, que ya no me querías —, Ardith le habló ahora con voz temblorosa y sus ojos despedían lágrimas de evidente desesperación.

—¿Cómo pensaste que yo no volvería? Yo jamás te voy a dejar. Tú eres lo que más quiero en esta vida, mi pequeña—, Leila se sentaba junto a Ardith en la cama mientras le hablaba. La sensual pelinegra acercaba su cuerpo al de la duquesa y juntando sus rostros, ambas se fundían en un dulce beso—. Yo jamás te voy a dejar... estaremos juntas por la eternidad—, Leila susurraba en el oído de Ardith y luego lamía su nuca hasta llegar a su boca para volver a besarla con pasión y lujuria.





Saludos mis estimados lectores. Mucho ha acontecido en estos capítulos. Guerras, maldad, leyendas y muerte... ¿Qué les ha parecido la historia hasta ahora?

Quiero destacar que los generales Ardo y Pelagio en realidad fueron dos generales visigodos muy importantes. Casi todos los personajes secundarios mencionados en esta historia son personajes históricos reales al igual que los lugares.

Gracias por su apoyo hasta el momento.

Ardith (Español) [Historia destacada-Featured]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora