Capítulo 32 Sacrificio de Amor

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Capítulo 32 Sacrificio de Amor

Edmund caía al suelo de rodillas como una roca. Sus ojos humedecidos fijos en el rostro aterrado de Ardith que le miraba caer. Sus manos aún sostenían la daga que atravesaba su costado. La sangre brotaba a borbotones, haciendo que una enorme mancha carmín se pintara peligrosamente en la túnica verde del joven heraldo. Todos miraban boquiabiertos e intrigados a ante la barrabasada que este había cometido de auto infringirse una puñalada.

Ardith gritaba con gran desespero y angustia. –¡NOOOOO! ¡Edmund!¿Qué has hecho mi amor?–
Logró zafarse de la aprensión de los legionarios para lanzarse al suelo junto a su amado. Ardith colocaba las manos sobre la herida sangrante de Edmund. Lloraba a viva voz mientras colocaba frente a su rostro sus manos temblorosas chorreantes de sangre. Todo su cuerpo tiritaba por la emoción.

Los soldados de inmediato reaccionaron para volver a aprenderla pero Gui les ordenó que se retractaran. El tenía que ver lo que estaba seguro sucedería. Ansiaba ver la reacción de Ardith con sus propios ojos en el momento en que esta no pudiera contenerse ante la sangre derramada frente a sí y atacara mordiendo a su prometido para beber su sangre. Sería la prueba que necesitaba para llevarse consigo a Ardith y acabar con ella descuartizándola para luego quemar sus restos. No sin antes interrogarla para conocer más sobre el misterio de los vámpirs.

El inquisidor se mantendría a la expectativa y así lo ordenó a sus legionarios para que de igual modo estuvieran en preparados. Mientras, la joven duquesa permanecía en el suelo estremeciéndose con ojos llorosos y gemidos lastimeros. Ardith colocaba la cabeza de Edmund sobre su falda y le hablaba muy suavemente. –No hables y respira profundo. Voy a sacar la daga con cuidado amor mío.– Edmund miraba a su prometida y en sus labios se dibujaba una débil sonrisa mientras asentía moviendo su cabeza.

Edmund daba un alarido de dolor mientras el puñal iba saliendo de su cuerpo rasgando piel y carne. Ardith tiraba la daga a un lado ante la mirada perpleja de los inquisidores que la veían mantenerse inmutable ante la profusa pérdida de sangre de su prometido.

La lánguida joven como pudo rasgó parte de su vestido para hacer presión y colocarlo sobre la herida abierta que no paraba de expedir sangre. Edmund se quejaba por la presión ejercida en su herida.

–¿Por qué lo hiciste Edmund? ¿Por qué?– Ardith lloraba, su voz entrecortada, no entendía lo que estaba ocurriendo.

–Era la única manera de comprobar que no correrías a atacarme para beber mi sangre como lo haría un vámpir sediento... tú no eres uno de ellos. No serás uno de ellos.– Edmund hablaba con dificultad mientras se aferraba a la vida y a los brazos de Ardith.

Los clérigos atestiguaban incrédulos la escena. Gui avanzaba hacia donde estaban Ardith y el mal herido Edmund. Con un frasco lleno de agua bendita en una mano y sosteniendo su rosario con la otra se acercó reservadamente. Se persignaba repetidas veces y una vez estando lo suficientemente cerca la joven duquesa y Edmund reaccionaba con gran asombro.

–¡No lo puedo creer! Nunca había presenciado algo similar. ¡Esto es un milagro! Esta joven ha sido atacada por un demonio y está limpia. Su sangre no ha sido ensuciada con maldad alguna porque no ha querido atacar a su prometido aún estando bañado en sangre y tan cerca de ella.– Gui se dirigía a los inquisidores que lo miraban atónitos.

–¿Y qué hacemos ahora, Monsignor? La duquesa no se ha convertido aún. Acaso, ¿lo hará luego?– inquiría el obispo Fredrick.

–No... no creo que se convierta. Ya ha pasado mucho tiempo desde que fue mordida. Ya hubiera reaccionado con incontrolable frenesí y sus colmillos expuestos. Esta mujer está a salvo.– Gui contestaba con resignación. Dentro de sí ansiaba llevarse como trofeo para la iglesia el alma impura de un vámpir. El no había podido atrapar a Leila Von Dorcha con sus propias manos. La muy maldita se le había escapado en cada ocasión que la había podido haber capturado durante las pasadas décadas. Ya era hora de cerrar este capítulo. -¡Soldados, liberen a esta gente! Aquí no tenemos nada más que hacer.

Una vez Lord Aelderic se encontraba libre, Gui se dirigía a él con severidad.
–Sabe que es en contra de nuestra fe, pero corra y mande a buscar a su médico, Baron Ascili... No me mire con esa cara que sabemos que siempre ha utilizado sus servicios... Dios obra por senderos misteriosos y sólo Él conoce sus designios... Y si San Lucas era médico... Bueno, ¿qué espera? ¡Legionarios, acompáñelo! Nosotros aquí rezaremos por la vida del futuro heraldo del Rey Enrique.– Luego de mirar incrédulo al inquisidor de Toulouse, Lord Aelderic salía casi corriendo de la habitación junto con uno de los sirvientes y los dos soldados que momentos antes le immovilisaron.

Mientras, Ardith lloraba un mar de lágrimas apretando a un Edmund muy mal herido que apenas podía mantener los ojos abiertos.

–Por favor Edmund, no me dejes. Desde antes de conocerte ya te amaba... y cuando te creí perdido te amé aún más. Y ahora que has vuelto no te puedo perder... no me resigno a vivir sin ti.– En voz alta pedía al cielo y rezaba y en su mente pedía perdón por sus pecados. Pecados de lujuria y deseos carnales en los cuales se dejó envolver... Esos los confesaría luego.

–Pobre Edmund. Ha sacrificado su vida por la mujer que ama... Dios ponga su mano poderosa sobre este hombre y no permita que fallezca.– Los clérigos murmuraban y comenzaban sus rezos en una esquina.

Ardith estaba desesperada. Veía como de entre sus brazos se escapaba la vida del hombre que amaba. Con sus nanos cubría la herida de Edmund, pero ya este había perdido mucha sangre y débilmente le hablaba a su adorada.

–Mi amor... perdóname. Sé que te prometí que nos casaríamos a mi regreso... pero tenía que demostrar que tú no eres uno de esos demonios bebedores de sangre. Tenía que salvarte de la inquisición. Yo no hubiera podido vivir conociendo el destino fatal que te esperaba. Perdóname Ardith... Te amo... perd...– Edmund dejaba la frase inconclusa y dando un largo y cansado respiro, sus ojos se cerraron.

Un grito ensordecedor se escuchó en la habitación.
–¡NOOOOOOOOO! Edmund, noooooo! ¡Mi amor no me dejes, por favor!– Ardith abrazaba con la poca fuerza que tenía el torso de Edmund. La desdichada joven colocaba su rostro empapado en lágrimas junto al de su amado. Meciéndolo le arrullaba mientras sentía como la vida de su Edmund se fugaba entre su llanto y los rezos insípidos de los inquisidores.

Ardith (Español) [Historia destacada-Featured]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora