Capítulo 10: Aqua

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A punto de salir por la entrada de la cueva, Caleb y yo le echamos un último vistazo a Sam: tiene la mirada perdida, seguramente pensando en Michael Berkerly, el chico duro que sólo ella había conocido realmente.

El chico que murió ayer.

Casi puedo imaginar sus pensamientos: a quién se le iba ocurrir que uno de los cañonazos que oímos era suyo, tendría que haber ido a buscarle, ojalá tuviese la fuerza suficiente para vengarle.

Así que, aunque temo dejarla sola por si hace alguna estupidez, le dirijo una última mirada y aparto las enredaderas que se interponen entre nosotros y el exterior.

—¿Crees que estará bien? —me pregunta Caleb cuando nos detenemos en el arroyo a rellenar la botella (a Sam le hemos dejado un poco de agua, en el bote plateado donde venía mi medicina).

—No voy a mentirte —contesto—, me preocupa que se deje llevar y haga algo estúpido.

—Sam es lista —dice él a modo de respuesta, y continuamos nuestro recorrido en silencio.

Por fin, dos horas, veinte minutos y media ardilla asada después (resulta que a Caleb le dejaron quedarse su reloj: por eso controlamos tan bien el tiempo que transcurre), hallamos la guarida de los profesionales, y Caleb y yo corremos a ocultarnos entre los arbustos.

En el claro se encuentran los tres tributos profesionales: Tiberius y Veruca roncan en la hierba, abrazados a sus armas (una lanza él, un cuchillo ella), y Nitya hace guardia sentada en un tronco caído.

Aunque estamos a treinta metros de ellos, le hablo a Caleb en la voz más baja posible:

—Yo a Nitya: ella es la más peligrosa —explico apresuradamente—. Intentaré que sea rápido y no le dé tiempo a despertar a los otros dos. Tú a Tiberius, es el más fuerte. ¿De acuerdo?

Él asiente, y me susurra, pegado a mi oído:

—Te quiero. Pase lo que pase, no lo olvides.

—No lo haré —aseguro, y vuelvo a mirar al frente, demasiado asustada para pensar en romanticismos—. Hay que acercarse más —siseo.

—Sígueme.

Caleb me agarra del brazo y me conduce despacio hacia un árbol al que Nitya da la espalda. Ahora estamos a sólo diez metros.

Noto cómo se me paraliza el cuerpo, y lucho por recordar cómo se respira.

—Atacar por la espalda: qué poco profesional —comento temblorosa.

—Los profesionales son ellos, no nosotros —me recuerda Caleb con voz apenas audible—. Adelante —musita.

Asiento, y tenso el arco lo más lentamente que puedo. Intento recordar el libro que leí con Caleb la noche antes de los Juegos: «Artemisa», pienso. «Diosa griega de la caza; si de verdad existes, ayúdame».

Respiro hondo con el más sumo cuidado, y lucho contra el temblor que afecta a mi antebrazo.

«Por favor» pido en silencio una vez más.

Es increíble la de cosas que pueden ocurrir en tres segundos: sumida en una especie de trance justo antes de soltar la cuerda, observo el cuchillo de Caleb clavarse en la nuca de Tiberius; a Nitya lanzando un grito ahogado y volviéndose en nuestra dirección, armada con un hacha; a Veruca entreabriendo los ojos confundida; a Caleb agachándose para esquivar el hachazo; y, al fin, a mi flecha acertando en la frente de Nitya.

Los dos cañonazos suenan casi seguidos y son suficientes para terminar de despertar a Veruca, que mira atónita a sus aliados mientras los aerodeslizadores se los llevan: permanece paralizada el tiempo justo que Caleb y yo necesitamos para... ¿cómo se dice? Salir echando leches.

Capitol is not my homeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora