Capítulo 9: Ojos violetas

1.7K 119 22
                                    

El suave cantar de los pájaros hace que me despierte, feliz por no haber tenido pesadillas y por estar en compañía de mis dos personas favoritas.

Hasta que me acuerdo de dónde estoy, claro.

Zarandeo con cuidado a Caleb y a Sam para que no se caigan del árbol, pensando que ya es una gran hazaña no haberme caído yo, que tengo tendencia a moverme mientras duermo.

Entonces veo la cuerda para trampas que ata a Caleb a nuestra rama, sus brazos que me rodean y los míos propios sujetando a Sam, y entiendo por qué ninguno se ha precipitado al suelo.

Mis amigos entreabren los ojos, confundidos. Se desperezan y, al mirar al suelo (seis metros por debajo de nosotros) parecen darse cuenta de dónde están, porque hacen una mueca de sorpresa.

—Buenos días —dice Caleb desperezándose, y sopla hacia arriba para apartar un mechón de flequillo castaño de sus ojos grises.

Me llevo la mano a mi coleta rubia, comprobando que sigue cayendo desde la coronilla hasta la mitad de mi columna. No es que me preocupe mi aspecto ahora, claro, pero seguro que a mis patrocinadores sí. Y mi cabello, a pesar de ser liso, es bastante rebelde y se encrespa con facilidad.

Sam se adelanta y empieza a bajar por el tronco. Observo su pelo ondulado y voluminoso, y me pregunto cómo habrá hecho Annabel para recoger esa maraña en una coleta.

Bueno, ¿estoy comparando mi pelo con el de mi amiga en mitad de unos Juegos del Hambre? Qué estupidez.

Sigo a Sam en la bajada y salto al suelo cuando quedan dos metros, aunque caigo de rodillas por la escasez de fuerza en mis gemelos.

—¿Estás bien? —me pregunta Caleb, preocupado.

—Claro —contesto, levantándome y estirando mis entumecidas extremidades—. En marcha.

—Esperad —susurra Sam de repente—. ¿Oís eso?

Guardamos silencio, y escucho el murmullo suave y constante del agua cayendo a través de la montaña, proveniente de nuestra derecha.

—Un arroyo —siseo—. Vamos.

Caminamos apenas dos minutos antes de divisar el pequeño caudal de tan apreciado líquido transparente, que desciende haciendo eses entre los árboles.

—Vendrá de los neveros —comenta Caleb—. Nieve recién derretida: si hay suerte, llegará hasta el refugio.

—Bueno, sigamos la corriente del río entonces —propongo.

Mis amigos asienten, y yo reparto la mitad de la lechuza entre los tres para el camino.

Media hora después, mientras chupo un hueso del ave, Caleb y yo reconocemos una de las zonas por donde pasamos cuando yo estaba herida. Nos alivia descubrir que el arroyo (el cauce estaría vacío en aquel entonces, o no lo escucharíamos debido a mi situación) se encuentra a sólo diez minutos andando del refugio.

Justo antes de entrar en la cueva, oigo a Caleb murmurar con cautela, para que no nos enteremos:

—Esto está siendo demasiado fácil.

Después de bebernos la nieve derretida y darnos un festín de crujientes raíces y jugosas bayas, nos paramos a pensar nuestro siguiente movimiento.

—Alice —propongo enseguida.

—¿Quieres reclutarla como aliada? —pregunta Caleb con desconfianza.

—También a Oasis —explico—. Parecía que les faltaban recursos, aparte de armas. Tuve que darles un búho que cacé.

Capitol is not my homeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora