Capítulo 3: El viaje en tren

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En mi primera noche en el tren, sueño de nuevo con la Arena. Esta vez, es un bosque.
Corro por él descalza; llevo puesto el mismo vestido blanco de la Cosecha y mi cabello rubio ondea al viento. Está claro que alguien me persigue.
Sigo corriendo hasta que me quedo sin aliento y me detengo junto a un pino. Miro hacia atrás y descubro a la tributo de los colmillos y al del pelo negro como el carbón, viniendo hacia mí a toda velocidad. Ella lleva una lanza; él, un cuchillo.
Al verlos, me vuelvo hacia el bosque y sigo corriendo como si me fuese la vida en ello (ya que, de hecho, así es), pero para mi desgracia el vestido se engancha en el tronco de un árbol, y caigo de bruces.

Levanto la cabeza y ya no me persigue nadie: arrodillada ante mí está esa chica de trece años, ojos violetas y mirada distraída que vi en la Cosecha. Me tiende la mano y me ayuda a levantarme.
—Tranquila, no son ellos a quienes debes temer—me dice. Yo la miro extrañada, porque no sé qué quiere decir.
—¿Qué?
Entonces sus ojos se hinchan, su boca se alarga y le salen alas hasta convertirse en un muto, una monstruosa mezcla de humana y mosca. Me recoge con sus patas y alza el vuelo entre mis alaridos de terror.
La Arena se transforma hasta convertirse en un volcán lleno de lava, y la tributo-mosca me suelta.
Justo antes de tocar el ardiente líquido, me despierto sudorosa.

Estoy en mi lujoso compartimento del tren. Según indica el reloj de pared, son las seis de la mañana, así que voy a lavarme la cara y después intento volver a dormirme.
Imposible.
Salgo a la sala común, y me encuentro con Michael Berkerly.
—¿Qué haces aquí?—le pregunto.
—No podía dormir. Y supongo que tú estás aquí por lo mismo.
—Ajá.
Me dirijo al sofá y me siento a su lado.
—¿Tú también vas a hacer como Samantha?
—¿Qué?
Le cuento el discurso de Sam, el por qué deberíamos ser amigos.
—Vaya, esa niñita es muy lista—afirma.
—Os parecéis.
—¿Sólo porque somos pelirrojos?—levanta una ceja.
—Bueno...—no consigo encontrar más argumentos—Sí, supongo que es por eso.
—Y por las pecas—dice asintiendo con la cabeza—. Pero, verás, por mucho que nos parezcamos, no me parece seguro pensar igual que ella. Quiero decir, está bien tener gente a tu lado, pero hacer demasiados amigos tributos puede llegar a convertirte en alguien débil. O sea, no me parece que llorar cada vez que alguien muere en la Arena sea digno de patrocinar. Y luego está el tema de la traición. Al final, siempre habrá traición. Me encantaría apoyar a Samantha, en serio, pero no, no puedo —baja la mirada, triste, y después me mira a los ojos—. Me entiendes, ¿verdad?
Me quedo mirándolo. En parte, tiene razón, pero yo siempre he sido una persona solitaria y quiero aprovechar mi probablemente última ocasión en la vida de tener amigos de verdad.
—Claro —le contesto al fin—. Te entiendo.
—Genial —sonríe, pero parece acordarse de algo y adopta una expresión seria—. Será mejor que me vaya a mi habitación.
Asiento con la cabeza y Michael vuelve a encerrarse en su compartimento.
Al cabo de unos diez minutos, se abre la puerta de otra habitación y por ella aparece Caleb Anderson.
—Hola —le digo.
—Hey —me contesta sonriendo, y viene a sentarse a mi lado—. He oído voces antes. ¿Qué ha pasado?
Le cuento con pelos y señales la escena con Michael Berkerly.
—Vaya —dice abriendo mucho los ojos—. A saber qué tendrá planeado para cuando estemos en la Arena.
—Bueno —le miro traviesa—, yo sí sé cuál va a ser mi estrategia —no sé por qué digo eso, porque la verdad es que no tengo ni idea de qué voy a hacer, excepto tal vez el tema del arco.
—¿Ah, sí? —pregunta Caleb curioso, alzando una ceja—¿Y cuál es?
—No te la voy a contar.
—Somos aliados.
—¿Aliados?
—Ajá —afirma—, y amigos.
—Nos conocemos desde hace unas horas.
—¿Y?
Levanto el dedo índice e inspiro profundamente como para soltar un sermón, pero vuelvo a quedarme sin argumentos.
Caleb, al darse cuenta, se ríe.
—Ya veo —dice—. Eres muy desconfiada, nieta de Snow.
—Buah —suspiro, y me echo hacia atrás en el sofá—. Tendrán preparadas como mil y una trampas para acabar conmigo en cuanto pise la Arena —suelto, intentado parecer aburrida.
—No tiene por qué. Podrías ganar, ¿sabes? Pareces lista.
Le examino el rostro para averiguar si bromea, pero parece que va en serio.
—Ya. Claro. Nunca me dejarían ganar, ¡soy la nieta de Snow!
—No —niega Caleb.
—¿No?
—No —insiste, sacudiendo la cabeza—. Eres Vanilla.
Nunca me habían dicho algo así. Jamás me habían reconocido como una persona, como quien realmente soy: una chica de quince años llamada Vanilla. Así que le digo:
—Gracias.
Caleb me mira durante un largo rato, pensativo, y después sacude la cabeza como si se le hubiese ocurrido algo impensable.
—Creo... que debería irme —dice con voz apagada, y se marcha a su compartimento.
Observo extrañada la puerta por la que ha desaparecido Caleb, y me pregunto qué pensamiento se le habrá cruzado por la mente. Después de unos minutos, me resigno y me tumbo en el sofá, donde (por fin) me quedo dormida.

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