18. El Espejo del Poder

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A medida que el hombre de negro se fue acercando Rodrigo pudo distinguir que su cara estaba cubierta por un yelmo que le daba un aspecto siniestro: a ambos lados tenía una especie de cuernos apuntando hacia atrás, sus ojos eran dos pequeñas rendijas y su boca estaba cubierta por unas púas negras que parecían los dientes de alguna criatura mostruosa. La voz que salió del interior del yelmo era tan fría que sólo de escucharla parecía que se le helaba el corazón.

—Vaya, vaya —dijo lentamente—. ¿Acaso pretendíais marcharos sin mostrar vuestros respetos al emperador?

Aunque no lo hubiera dicho, Rodrigo habría sabido al instante que se encontraban ante el mismísimo Arakaz. Su forma de hablar reflejaba toda la frialdad y la arrogancia de alguien que durante siglos ha manejado la vida y la muerte de los que le rodean, llegando a verlos como simples ratones dentro de su jaula. En ese mismo instante supo que todo había acabado. Este no era un hombre como Balkar, que asesinaba sólo a los que se interponían en su camino. Arakaz tenía todo lo que quería, y los mataría sólo por pura diversión.

—Tú —dijo, mirando fijamente a Óliver—. Ven aquí.

Rodrigo contempló aterrado como su amigo bajaba del simorg y dirigía sus pasos hacia Arakaz. Aunque temblaba de miedo, no era capaz de controlar sus pasos. Era tal como les habían contado: nadie podía desobedecer una orden del emperador.

—¡Yo tengo el Espejo del Poder! —gritó Rodrigo, en un desesperado intento por ayudar a su amigo.

Arakaz giró la cabeza y se le quedó mirando durante un par de segundos que parecieron eternos.

—¿Qué sabes tú del Espejo del Poder? —preguntó—. ¡Vamos, responde!

—Primero deje que mi amigo se marche —respondió él, haciendo acopio de todo el valor que le quedaba.

—¡He dicho que respondas! —bramó Arakaz, apuntándole directamente con su negra espada—. ¡Nadie osa desobedecerme a mí!

La voz de Arakaz resonó en todas las paredes de la ciudad derruida de Irdún, envolviendo a Rodrigo en un sinfín de ecos amenazantes. Inmediatamente, una especie de luz fantasmagórica surgió de la negra espada directamente hacia él, que instintivamente se agachó, cerró los ojos e intentó protegerse con los brazos. Un profundo silencio reinó a continuación. Rodrigo entreabrió los ojos para asegurarse de que realmente seguía vivo. Entonces comprobó que no le había pasado nada, aunque algo sí que había cambiado.

Arakaz había desaparecido.

Óliver empezó a levantarse lentamente. Sus ojos desorbitados miraron primero al lugar donde un momento antes había estado Arakaz y luego se encontraron con los de Rodrigo.

—¿Qué ha pasado? —preguntó— ¿Qué has hecho?

—No tengo ni idea —respondió Rodrigo, igual de sorprendido—. Yo no he hecho nada. Será mejor que nos vayamos. ¡Corre!

Los dos chicos se apresuraron a subir a lomos del simorg, que esta vez sí que obedeció las órdenes de Óliver. En cuanto sus garras se separaron del suelo se acercó al lugar donde yacía Dónegan y lo levantó, cogido de la túnica. Un momento después pasaron por encima de la gran muralla y vieron bajo sus pies el enorme abismo por el que había caído Balkar. Poco a poco las ruinas del monte Irdún se fueron haciendo más pequeñas hasta que las perdieron de vista.

—¿Cómo has podido resistirte a él? —preguntó Óliver entonces—. Yo no pude negarme cuando me ordenó que me acercara. Era como si mis piernas hubieran dejado de obedecerme.

—¡No tengo ni idea! —respondió Rodrigo—. Ni siquiera me di cuenta de que me había dado una órden. Solamente intentaba distraerle. Entonces me atacó, pero no sé que pasó después. Cuando volví a abrir los ojos Arakaz había desaparecido.

Rodrigo Zacara y el Espejo del PoderDonde viven las historias. Descúbrelo ahora