3. Un lugar inesperado

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Los segundos pasaban y Rodrigo no sentía nada. ¿Acaso estaban cayendo todavía? Eso era imposible. Aunque la torre era realmente muy alta, él sabía que una persona en caída libre podía recorrer decenas de metros en pocos segundos. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para sobreponerse al pánico que sentía y entreabrir los ojos. La torre había desaparecido y enseguida se dio cuenta de que se encontraba en medio de un bosque, con el cuerpo hundido en la nieve. Óliver estaba a su lado mirándole con ojos desorbitados. Con el cuerpo agarrotado por el susto, Rodrigo hizo un esfuerzo para ponerse en pie y miró a su alrededor. Aunque la oscuridad que les rodeaba era casi absoluta podía ver lo suficiente para estar seguro de una cosa: la torre y el castillo habían desaparecido.

—¿Dónde estamos? —preguntó.

—No tengo ni idea —respondió Óliver, sacudiéndose la nieve del pelo— ¿Qué demonios ha pasado?

—Parece que hemos encontrado la forma de salir de la torre —dijo Rodrigo—. El problema es que no sé dónde estamos, ni cómo vamos a volver.

—Pues será mejor que nos pongamos en marcha —dijo Óliver, levantándose resueltamente—. Tenemos que encontrar el camino de vuelta.

—¿En marcha hacia dónde? Estamos a oscuras en medio de un bosque. Si nos ponemos a andar sin rumbo fijo lo más probable es que nos perdamos más.

—Entonces tendremos que esperar a que el Topo venga a buscarnos, aunque se va a poner hecho una fiera. Creo que esta vez se nos va a caer el pelo.

—Eso no es lo que más me preocupa ahora mismo—dijo Rodrigo.

—¿Oyes eso? —preguntó Óliver.

—¿Que si oigo qué?

—¿No oyes un ruido bajo la nieve? Es como si algo se moviera bajo nuestros pies.

Rodrigo bajó la mirada justo a tiempo para ver aparecer entre la nieve una pequeña cabecita, negra y puntiaguda.

—¡Mira! —dijo— ¡El Topo ya ha venido a buscarnos!

Los dos se echaron a reír mientras el animalillo permanecía allí mirándoles atentamente, hasta que unos segundos después volvió a meterse en su agujero.

—Me temo que ni el Topo ni nadie va a poder encontrarnos aquí —se lamentó Rodrigo.

—Si al menos pudiera subirme a un árbol... —murmuró Óliver, alzando la mirada—. Desde ahí arriba seguramente podría ver en qué dirección está el castillo.

—No creo que el castillo esté por aquí cerca.

—¿Por qué lo dices?

—¿No te das cuenta de la cantidad de nieve que nos rodea? No creo que haya un lugar tan nevado en toda la provincia. Ni siquiera en la sierra.

—A lo mejor ha estado nevando mientras nosotros... ¡Ahh! ¿Pero qué demonios...? ¡Fuera! ¡Fuera de aquí, maldito roedor!

—¿Pero qué te pasa?

—¿No lo has visto? Era una ardilla. ¡Se me había subido al hombro!

—¿En serio? ¿Una ardilla? Tendremos que pedir refuerzos —se burló Rodrigo.

—¡Qué gracioso! Que se te suba a ti una en plena oscuridad, a ver si eres tan valiente.

En ese mismo momento Rodrigo sintió que algo le tocaba en el hombro y no pudo evitar dar un respingo. Era otra ardilla, o tal vez la misma, que también se le había subido a él. Óliver se echó a reír.

—¿Qué? ¿Tienes algo que decir ahora? —se burló.

Rodrigo sonrió pero no dijo nada. En otro momento seguramente habría inventado alguna escusa, como que la ardilla le había hecho cosquillas en el cuello, pero estaban perdidos en mitad de la noche en un bosque que no conocían. No era un buen momento para bromas.

Rodrigo Zacara y el Espejo del PoderDonde viven las historias. Descúbrelo ahora