13. El combate

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Estaban atrapados. Dónegan había entrado sin abrir la puerta. Simplemente había aparecido dentro, así que la puerta probablemente seguiría cerrada con llave. Tampoco podían escapar por la ventana, porque el caballero rubio se interponía en su camino. No había forma de escapar. Sólo quedaba una esperanza: que Aixa contactara mentalmente con alguien para pedir ayuda. Él la miró de reojo, pero no notó en ella la mirada perdida que solía poner cuando usaba su don para comunicarse.

—Ya habéis hecho suficientes tonterías, jovencitos —dijo Dónegan—. Ahora voy a tener que llevaros conmigo.

El caballero de pelo rubio comenzó a avanzar hacia ellos. Llevaba la espada colgada del cinto, sin desenvainar, pero mantenía siempre la mano cerca de la empuñadura, preparado para usarla en cualquier momento. Sus ojos estaban fijos en los muchachos, atentos a cualquier movimiento inesperado. Rodrigo, Óliver y Aixa comenzaron a retroceder, quedando cada vez más acorralados contra los armarios de Mirena. Entonces se oyó un estruendo, como si algo hubiera estallado en pedazos. Antes de que se dieran cuenta de lo que había pasado, Dónegan ya había desenvainado su espada.

Rodrigo se agachó detrás del baúl de bronce, pero entonces se dio cuenta de que Dónegan no había alzado la espada contra ellos, sino contra Balkar. El maestre acababa de aparecer a través de la puerta, que había quedado hecha añicos.

—Yo que tú me alejaría de los chicos —dijo Balkar, levantando su espada hacia el pecho de Dónegan.

—¡Pero mira quién ha venido! ¡Nuestro querido maestre!—dijo el caballero rubio, con tono sarcástico—. ¿De verdad te has atrevido a venir sólo? Grave error, amigo mío. Creo que lo vas a lamentar.

En décimas de segundo Dónegan dirigió un ataque al pecho de Balkar con tanta fuerza que saltaron chispas cuando el maestre lo desvió con su propia espada. La fuerza del golpe hizo que Balkar se tambaleara y estuvo a punto de caer hacia atrás, lo cual Dónegan intentó aprovechar para asestarle un segundo golpe. Esta vez el maestre estuvo más ágil y apoyando una mano en el suelo para evitar su caída le propinó a su contrincante una patada en el estómago que le dio el tiempo suficiente para ponerse en pie.

El combate prosiguió durante varios minutos en los que las espadas no pararon de chocar. Rodrigo sentía que los incesantes chasquidos le estaban taladrando el oído, y permaneció agazapado detrás del baúl. Aixa se había arrimado a él y Óliver se había quedado pegado al armario de las pociones.

—¡Marchaos! —gritó Balkar, intentando acorralar a Dónegan contra la pared—. ¡Salid de aquí!

Rodrigo miró los pasos que los separaban de la puerta. Podrían atravesar la sala en dos o tres segundos, pero Dónegan logró separarse de la pared y su espada otra vez volvía a surcar el aire trazando amplios círculos que silbaban sin parar. Intentar salir de la enfermería sería una locura. Rodrigo intentó pensar alguna manera de poder ayudar al maestre cuando de pronto el constante chasquido de las espadas cesó y en su lugar se oyó el sonido del metal al rebotar contra la piedra. Alzó la mirada y vio que Balkar estaba en el suelo. Había tropezado con el cuerpo dormido de Mirena y al caer, la espada había salido despedida de sus manos. Inmediatamente Dónegan se acercó a él y le aprisionó el cuello con el filo de su arma.

—¡Dime qué ponía en la última página! —ordenó.

—¿Qué? —preguntó Balkar, desconcertado.

—La última página del diario, la que tú arrancaste —dijo Dónegan— ¡Dime qué ponía!

—¡Mátame de una vez, cobarde! —respondió Balkar—. Sabes que nunca te diré nada.

Rodrigo apretaba los nudillos contra el baúl que tenía justo delante. Dónegan estaba a punto de matar al maestre y ellos no podían hacer nada para impedirlo. Lo mataría y luego se los llevaría a ellos, seguramente para entregarlos a Arakaz. Si pudiera hacer algo para distraer a Dónegan... tal vez Balkar podría aprovechar el descuido para recuperar su espada. Si pudiera lanzarle algo...

Rodrigo Zacara y el Espejo del PoderDonde viven las historias. Descúbrelo ahora