4. La huida

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Rodrigo sintió algo pesado que cayó sobre sus piernas y pensó que seguramente sería el cuerpo sin vida de alguno de sus amigos. Las lágrimas empezaron a resbalarle por las mejillas mientras pensaba que pronto le llegaría su turno. Solamente quería que todo aquello terminara de una vez. No podía soportarlo ni un momento más.

—¡Vamos, levantaos! ¡Hay que salir de aquí!

Era la voz de Darion. Haciendo un esfuerzo por superar su miedo, Rodrigo levantó los párpados. Lo primero que vio fueron unos ojos sanguinolentos a pocos centímetros de su cara. Entonces se dio cuenta de que el peso que lo aplastaba era el de uno de los hurgos, que sin duda estaba muerto. Una flecha atravesaba su repugnante cuello de lado al lado. Inmediatamente lo empujó hacia un lado y descubrió que el otro hurgo también yacía en el suelo, con el cuello atravesado por otra flecha. Con la vista todavía empañada pudo distinguir la mano de Óliver, que lo ayudó a levantarse. Se sentía un poco mareado. Su amigo le ayudó a acercarse al simorg, que nuevamente se había tumbado sobre el suelo. Darion y su hermana ya se encontraban subidos a su lomo.

—Ten cuidado con lo que le ordenas esta vez —advirtió Darion, mientras Óliver subía delante de ellos tres—. Los animales entienden todo lo que dices al pie de la letra.

—Ya lo he visto, ya —respondió Óliver—. Escúchame bien, caniche, llévanos lejos de aquí y no vuelvas a tirarnos.

El simorg desplegó sus enormes alas, comenzando a batirlas y a dar pasos al mismo tiempo. Un instante más tarde todo su cuerpo se despegó del suelo con los cuatro chicos encima y empezó a abrirse paso entre las copas de los árboles, rompiendo decenas de ramas a su alrededor. En cuanto empezaron a sobrevolar por encima del bosque una ráfaga de viento helado les azotó la cara como si centenares de pinchos atravesaran su piel. Aún así, el alivio de sentirse libres era tan fuerte que Rodrigo no paraba de mirar a su alrededor, desafiando las embestidas del viento. Allí arriba no se veía todo tan oscuro como cuando estaban en medio del bosque. De hecho, el tono rosado que teñía el horizonte le hizo darse cuenta de que estaba a punto de amanecer. Era increíble lo rápido que había pasado la noche. Seguramente el tiempo no pasaba de la misma manera en Karintia que en su propio mundo.

Muy pronto el bosque pasó a ser una simple mancha verde bajo sus pies, y alrededor de ella se extendía un sinfín de montañas, valles, bosques y ríos. El animal fue cogiendo cada vez más altura, hasta el punto en que todo lo que había debajo parecía una maqueta de juguete, incluso las montañas más altas.

—Muchas gracias por todo, chicos —dijo la hermana de Darion, una vez que el simorg dejó de ascender y tomó un rumbo fijo—. Yo me llamo Aixa. ¿Tú debes de ser Rodrigo, y tú Óliver, verdad? Me alegro mucho de conoceros. Si no fuera por vosotros creo que ahora estaríamos camino del palacio de Arakaz.

—Creo que más bien estaríamos todos muertos si no fuera por... —titubeó Rodrigo—. ¿Qué ocurrió? ¿Fuiste tú la que disparó esas flechas?

—No, no fue ninguno de nosotros —respondió ella—. Las flechas provenían de nuestra izquierda. No tengo ni idea de quién nos ha salvado. Se supone que nadie ayuda a los que huyen del emperador. Tiene que haber sido un niño que todavía no haya cumplido el juramento... O alguien como nosotros, que haya conseguido escapar. ¿Vosotros también os habéis escapado, verdad? Los dos parecéis tener más de doce años.

—No he tenido tiempo para contártelo —intervino Darion—, pero Óliver y Rodrigo provienen de otro mundo diferente al nuestro. Dicen que jamás habían oído hablar de Karintia ni de Arakaz, y que en su mundo nadie tiene el don.

—Pero está claro que sí que lo tienen, al menos Óliver —respondió ella—. Todos lo hemos visto.

—Ya —admitió Darion—. Precisamente la torpeza con la que usa su poder es una prueba de que dicen la verdad. Está claro que acaba de descubrirlo.

Rodrigo Zacara y el Espejo del PoderDonde viven las historias. Descúbrelo ahora