1. La Torre del Tormento

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La historia era sin duda la asignatura que menos le gustaba a Rodrigo. Tal vez no fuera culpa de la asignatura en sí misma, sino de la forma que tenía el Topo de dar las clases. Todos los días se sentaba en su sillón, se ponía sus minúsculas gafas redondas y sacaba de su maletín un enorme libro del que les leía una página tras otra. Todos los días era igual. Por eso Rodrigo y todos sus compañeros se quedaron boquiabiertos el día que el Topo entró en clase y en vez de sentarse en su sillón y ponerse sus minúsculas gafas se quedó de pie ante la clase y les anunció que iba a llevarlos de excursión a un castillo medieval. Por si esto no fuera suficiente sorpresa el Topo comenzó a explicarles que iban a pasar tres días completos en el castillo, comiendo en la sala de armas y durmiendo en los antiguos aposentos de los nobles.

En los cuatro meses que llevaba Rodrigo en el San Claudio muchos profesores los habían llevado de excursión, pero nunca antes habían pasado la noche fuera del internado. ¿Acaso el Topo quería compensarlos por las interminables horas de aburrimiento que les había hecho pasar? Eso era lo que él había pensado, pero al llegar al castillo se había dado cuenta de su error. Las explicaciones del guía resultaban igual de monótonas que las del Topo.

—Ahora, si me seguís por este pasillo saldremos al patio, donde os enseñaré una torre muy especial —dijo el señor larguirucho y calvo que les estaba enseñando el castillo. Al ver que el grupo avanzaba Rodrigo salió de pronto de sus propios pensamientos. Resignado, apartó la mirada del ventanal y comenzó a caminar junto al resto de sus compañeros, hasta que oyó una voz que susurraba detrás de él.

—Eh, Rodri. ¿Me puedes echar una mano?

Al darse la vuelta vio a su amigo Óliver plantado delante de una de las armaduras que decoraban la sala. El brillo de sus ojos no presagiaba nada bueno.

—Vamos, anda, que nos vamos a quedar atrás —le dijo, al ver que sus compañeros comenzaban a alejarse.

—¡Eso es lo que quiero! —susurró Óliver—. Me voy a meter dentro de esta armadura y luego iré

tras ellos y les daré un susto de muerte.

—Sí, claro —respondió Rodrigo—. Será muy divertido, pero me temo que ésta será tu última excursión en lo que queda de año.

—¿Tú crees que me van a castigar por eso?

—Estoy completamente seguro.

—Ahora que lo dices, puede que tengas razón. Me reservaré las bromas para la excursión de fin de curso. A fin de cuentas, no me pueden castigar durante las vacaciones, ¿verdad?

Rodrigo sonrió, asistiendo con la cabeza. Óliver era su mejor amigo en el internado, a pesar de que los dos eran muy diferentes. Siempre estaba metido en líos, se saltaba todas las normas y terminaba castigado cada dos por tres. Rodrigo intentaba quitarle de la cabeza las ideas más disparatadas, y a veces hasta lo conseguía. Nadie podía entender muy bien cómo habían llegado a ser tan amigos. Ni siquiera Rodrigo lo comprendía muy bien, aunque seguramente fuera por algo que sí que tenían en común: los dos eran nuevos en el internado, donde habían llegado después de pasarse la vida de un lado para otro.

En el caso de Rodrigo, este constante ir y venir se debía a los continuos cambios de trabajo de su padre, que les obligaban a mudarse de una ciudad a otra (su madre había muerto cuando él era muy pequeño). Óliver, sin embargo, había pasado por cinco colegios diferentes, en un desesperado intento de sus padres por encontrar uno donde consiguieran enderezarlo.

Por todo lo demás, Rodrigo y Óliver no se parecían en nada. Incluso su apariencia era de lo más dispar: Óliver era el más alto del colegio, puesto que ya estaba repitiendo el último curso de primaria; Rodrigo no sólo tenía un año menos, sino que además era un poco bajito para su edad. El resultado era que los dos juntos resultaban inconfundibles: uno muy alto y con un pelo negro siempre revuelto y otro de pelo castaño y liso que apenas le llegaba por encima de los hombros.

Rodrigo Zacara y el Espejo del PoderDonde viven las historias. Descúbrelo ahora