Benjicot III

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         Las siguientes semanas en la capital se vieron sumidas en la derrota, la pena y el infortunio. Los caballeros y los Capas Doradas habían peinado la ciudad de todas las formas inimaginables, y tras tantos días encerrados y sin comercio, la situación comenzó a airarse. Los primeros disturbios se sucedieron en el Lecho de Pulgas, y fueron sofocados con mano dura por un grupo de jinetes montados dirigidos por Tormentaovejas, mientras que una multitud reunida para quejarse frente al Gran Septo de los Hermanos fue dispersada, esa vez sin violencia, gracias al septón supremo y a ser Podrick Payne, de la guardia real. Sin embargo, al final se hizo evidente que el rey debería reabrir las puertas, que el comercio debía volver a restaurarse y los barcos partir del puerto. Benjicot estaba presente en la puerta de Daenon cuando la abrieron y la gente comenzó a transitar por el comienzo del Camino de las Rosas. Los rostros de sus compañeros eran una señal de derrotada similar a la que tendrían tras una batalla. No habían conseguido dar con el príncipe, y muchos sufrían bajo una terrible presión: Volver a casa, o quedarse y ayudar. Obviamente, el torneo se suspendió, por lo que no tenían motivo para quedarse, pero también sabían que, si partían de nuevo a sus castillos y asentamientos, la ira del dragón no olvidaría fácilmente.

       Benjicot deseaba ver dragones. Durante días, cada vez que alzaba la vista, no hizo otra cosa. Siempre dos o tres de los inmensos y temibles monstruos de la familia real sobrevolaban la ciudad, y conforme la búsqueda se alargaba, comenzaron a alejarse, hacia el bosque y los prados, buscando lo que fuese, cualquier señal o indicio.

       En la Fortaleza Roja se rumoreaba que la reina estaba cada vez más iracunda, y el rey, muy descontento. Una noche, todos en la fortaleza se despertaron a la hora del lobo ante los rugidos del dragón de la reina, que sobrevolaba la ciudad. Nadie volvió a dormir esa noche, pues los rugidos de ese animal eran como el lamento de cien condenados, y helaba la sangre y daban ganas de mearse encima. No había dragón más peligroso que aquél.

       Benjicot estaba sentado en la muralla una mañana, tres días después de que abriesen las puertas de la ciudad. Observaba la ciudad con detenimiento. Su tío había estado dando la tabarra con marcharse a Árbol de los Cuervos, pero Alan le convenció de no hacerlo. Ben pensó que, con un poco de suerte, puede que, con bastante, su padre le perdonase. Había perdido en el torneo, pero había llevado el favor de un príncipe de la casa Targaryen. Eso debería significar algo.

       Justo en ese momento, hablando de príncipes y favores. Los príncipes entraron en la Fortaleza Roja, desmontando de sus cabalgaduras. Eran los únicos que no habían cejado ni por un instante en su empeño de encontrar a su desaparecido hermano, y para sorpresa de Benjicot, junto a ellos iba su hermana bastarda, Aerea Mares. Se asomó a la almena para poder verlos mejor, y sus ojos se toparon con los de Maelor, que le dedicó una sonrisa de cortesía.

       —¡Ben! —Lo llamó Alan, caminando hacia él —. El rey ha convocado a la corte. Al parecer ha ocurrido algo grave, pero desconozco lo que es. Deberíamos presentarnos.

       Al parecer en ese instante la noticia también fue transmitida a los príncipes y a su media hermana, porque emprendieron el camino hacia el edificio del salón del trono.

       —¿Es sobre el príncipe Vaegon?

       —Te he dicho que no sé lo que es. Pero es algo grave.

        Durante todo ese tiempo Benjicot había pensado que la desaparición del príncipe Vaegon era algo muy extraño. Habían pasado semanas infructuosas de búsqueda, habían armado mucho revuelo, y un centenar de incautos acudió afirmando conocer el paradero del príncipe, seducidos por la recompensa. Todos mintieron. A los pocos incautos que apresaron, el rey Matarys ordenó arrancarles la lengua para que no volviesen a mentir. Ser Garel Ball no tuvo tanta suerte. Su castigo fue lento, público y doloroso. Lo azotaron durante días en la plaza de Daenon hasta que se desmalló. Luego no lo arrojaron a las celdas, para que las ratas se comiesen sus dedos, sino que lo dejaron a la intemperie, atado a un cepo. Al noveno día de castigo, tan sucio que habían formado costras, sangrante como un puerco, abucheado y lleno de un pestilente hedor provocado por la fruta podrida que le habían arrojado, el rey ordenó llevarlo a Pozodragón, donde el dragón de su hermana y esposa lo incineró y devoró. Otro punto en las razones para temerle. Pero aun así, algo fallaba. Algo estaba fuera de lugar. Sus altezas habían ofrecido oro y plata, riquezas cuantiosas, pero nadie vino a reclamar el pago, nadie que de verdad tuviese dónde estaba el príncipe. Ante ello, Benjicot solo encontraba dos posibles respuestas, ambas muy inquietantes: O el príncipe había muerto, o no querían usarlo como moneda de cambio, sino que quien fuese que lo tuviese, quería quedárselo.

La Corona de Daenon (Secuela de "Hijos de Valyria")Donde viven las historias. Descúbrelo ahora