Jaehaera II

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       Los olores del asado y la sangre predominaban en el campamento real. En las fogatas y cacerolas los sirvientes no paraban de cocer la carne de aquellas piezas que los nobles más espabilados ya habían cazado. Algunos conejos y otras presas no mucho mayores. Las rociaban con vino del rejo, aceite y otras especias aromáticas mucho más caras que le daban a la carne un sinfín de sabores diversos, como si fuesen un misterio entrañable solo al introducir un trozo en la boca tras un buen rato de impaciencia.

       Los batidores de los nobles se encargaban con esmero de que las ballestas estuviesen preparadas y que las cuerdas no se hubiesen mojado por la bebida o cualquier otro motivo. Revisaban los arcos, los tensaban y probaban, del mismo modo y con el idéntico celo con el que afilaban y pulían lanzas y jabalinas.

       Alrededor de la gran fogata principal habían dispuesto cinco grandes mesas que ya se encontraban repletas tanto de fuentes como de personas. El barullo era ensordecedor, producto de todo el conjunto de actividades, del relinche de los caballos, del viento soplando entre las hojas de los árboles.

       Matarys se encontraba en la mesa principal ensimismado junto a lord Rykker. A su lado, cómo no, se encontraba Marla Percy. La exuberante dama del rey lucía un vestido provocador con el que podría declarar una guerra si no tenía el suficiente cuidado, de un rosa fuerte, con perlas incrustadas alrededor de un cuello ancho y que dejaba la zona inferior de su garganta expuesta, casi como si fuese una invitación para averiguar lo que había más abajo. Era obvio que estarían hablando de algo relacionado con barcos, o tal vez con la cacería. Esas eran otras de las pasiones del rey.

       —A ese paso —señaló la reina mientras caminaba intentando no tropezar con nada —, acabará bebiendo como una fuente para intentar mantener la garganta funcional. Borracho estará antes del ocaso, y llegamos apenas unas horas.

       —Está feliz —respondió Desmera, escueta y cortés.

       —Suele estarlo, mi muy querido esposo. Los dioses no han puesto sobre su tierra hombre más jovial que él.

       —Hasta que se enfada.

       —Hasta que se enfada —asintió ella —. Pero heme aquí, paseando por el campamento asfixiada por todos estos olores y con toda esta columna de gallinas caceantes detrás como si fuesen perritos falderos.

       —Lo cierto es que algunas llevan perro —comentó Desmera, echando una ojeada hacia atrás para observar el enorme séquito de su alteza, formado por las damas de todo el reino presentes en la Fortaleza Roja, y que no dejaban de esquivar agujeros, ramas y piedras mientras sujetaban las manos de sus sirvientes o las correas de sus perros —. Y por el ruido qué hacen sí que podrían ser gallinas. Quién sabe, puede que por ventura nos encontremos ante un grupo de las insólitas quimeras valyrias de antaño.

       —No hagamos que el orgullo del conquistador haga que se revuelva en su tumba, amiga mía. Oh, mirad. Vuestro valiente hijo.

       Stanton Baratheon se acercó. Su esposa estaba junto a él. Tenía el cabello enmarañado y ahuyentaba las persistentes moscas con un pañuelo.

       «Pobrecilla. Más fea que una labriega norteña. Su hermana no es mucho mejor, así que supongo que se llevó al venado a la cama con artes muy perfeccionadas, porque otra explicación se me escaparía. Son corderos acechados por un venado con demasiada simiente en las pelotas».

       —Alteza, madre.

       —Hola, hijo —respondió la señora de Bastión de Tormentas —. Anna ¿Disfrutas de la velada?

       —¿P-por qué hay t-tantas moscas?

       —La carne las atrae, querida —respondió su esposo, con poco cariño y un aparente fastidio.

La Corona de Daenon (Secuela de "Hijos de Valyria")Donde viven las historias. Descúbrelo ahora