Jaehaera I

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       El aposento real despedía un atrayente olor a carne, vino y uvas para recibir a la reina. Cuando Jaehaera entró, observó al rey sentado frente a la mesa y yantando con gran júbilo. Sobre las bandejas de plata había un surtido de carnes sobre lechugas y tomates, uvas en una pequeña fuente y pasteles de limón mordisqueados junto a una hogaza de pan desmigajada y partida. Aparte de ellos dos, en la sala solo se encontraban la anciana lady Brienne, montando guardia a unos pasos detrás del rey, con la mano cerrada sobre la empuñadura de su espada y el copero del rey, Gareth Tyrell de Aguasclaras.

       Al verla, Matarys sonrió y le indicó con un gesto de la cabeza que se acercase. La reina obedeció y deslizó los dedos sobre la mesa encerada. A Matarys siempre le había gustado comer a solas, era una de sus muchas manías y peculiaridades. Odiaba hablar cuando degustaba los exquisitos platos, y por eso se encerraba durante largo tiempo en sus aposentos. En más de una ocasión, Jaehaera le había advertido que, si seguía así, acabaría llegando a la obesidad antes de cumplir los cincuenta, pero el rey sonreía, con las mejillas sonrosadas y una ancha sonrisa y respondía que, cuanto más gordo estuviese, los Siete Reinos conocerían la paz, porque eso significaba que no habría guerras. A pesar de todo, no pasaba de tener una barriga redonda que botaba con alegría y unas piernas algo infladas. Podría ser peor. Montaba a caballo con regularidad, y todavía más a su dragón, y más aún a lady Marla. Al menos eso era hacer deporte.

       —Lamento decirte, querido mío, que llegamos tarde a la reunión del consejo privado.

       —¡Siete infiernos! Se me ha ido el tiempo volando.

       Se limpió la boca con un paño y se levantó, echando la silla hacia atrás. Lady Brienne se acercó sosteniendo su corona. Era la corona de su padre, una réplica de la corona que otrora llevase Aegon el Conquistador: Una banda de hierro con rubíes rojos.

       Abandonaron los aposentos reales custodiados por tres capas blancas y pusieron rumbo a la torre de la Mano. Por el camino, sirvientes y nobles hacían una reverencia cuando los veían y les sonreían con fingida alegría. Era un aspecto de la realeza que siempre había complacido a Jaehaera. A pesar de los rumores más sórdidos.

       —Ojalá pudiésemos abandonar este nido de víboras un tiempo —musitó el rey, respirando roncamente —. Deberíamos irnos todos, toda la familia, y pasar un tiempo en Rocadragón o Refugio Estival.

       —Sería muy agradable. Podríamos echar carreras con nuestros dragones, como cuando éramos jóvenes. Nuestros hijos lo hacen.

      La risa del rey recordaba al sonido de una tormenta, pero era suave y cándida.

       —Oh, quién pudiera ser joven de nuevo, Jae. Dime ¿Recuerdas nuestra luna de miel?

       —Cómo olvidarlo. —«La época más feliz de nuestras vidas, le llamamos por entonces. Y la verdad es que lo fue» —. Aún recuerdo perfectamente el viento marino en la cara. Cientos de kilómetros volando en solitario, con el horizonte por delante, visitando ciudad en ciudad y con todos los arcontes, magísteres y príncipes besándonos las botas para ver un poco a nuestros dragones.

       —Sí. Y también hubo algunos buenos momentos.

       —Muy buenos —concordó Jaehaera —. Hablando de lunas de miel y de Refugio Estival ¿Has tomado ya una decisión?

       —No. Tenemos demasiados hijos y es un solo castillo.

       —Dáselo a Daeron —respondió ella —. Es tu segundo hijo, y merece su propio castillo.

       —Pero sigue siendo el segundo en la línea. Debe estar aquí. Si Alyssa no da a luz a un varón, los dioses no lo quieran, él será el sucesor de Maekar y deberá aprender los entresijos de la corte. Maelor, en cambio, no tiene casi oportunidades de heredar la corona. Refugio Estival le vendría bien como santuario para cantar sus trovas y poemas.

La Corona de Daenon (Secuela de "Hijos de Valyria")Where stories live. Discover now