Capítulo 4: Chococat.

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Nyköping, Suecia

Pasado


Marie no estaba alojada en cualquier hotelucho de la zona. Ella ocupaba una habitación en un opulento edificio a medio kilometro de la estación del tren. Lo sabía porque había tenido que arrastrarla todo el trayecto desde el consultorio hasta su cama. Su pie estaba envuelto en vendas y no era lo suficientemente animal para enviarla en un taxi, ni teníamos dinero. Mi efectivo se quedó en mi otro abrigo y dejó su bolso en su recamara.

―Esa es ―dijo señalando la siguiente puerta a mano derecha.

Estábamos en el pasillo y arruinábamos la alfombra persa con nuestras ropas empapadas. Ahora entendía la mala mirada del recepcionista al entregarnos la llave. Yo tampoco estaría feliz con las consecuencias del desastre que veníamos ocasionando desde que hicimos sonar la campana de la entrada.

―Lindo. ―Chasqueé la lengua al entrar. El inmobiliario era varias piezas de ébano, cristal y cuero―. ¿Dónde te dejo?

―Allí, por favor. ―Señaló un taburete junto a la mesita de noche.

Gracias a su orgullo mi deber fue de muleta y no de príncipe. La chica se descolgó de mi hombro con un suspiro de alivio. Me olí disimuladamente. Nada mal.

―¿Te duele? ―pregunté cuando empezó a toquetearse por encima del vendaje―. Es porque te apoyaste, tenía razón. Debí cargarte.

―No soy una niña ―replicó con desdén―. Tampoco tenía que soportar que me estuvieras tocando tanto. Eres un desconocido. No sé lo que podrías hacerme.

Me crucé de brazos. Claramente la maldita amabilidad quedó en el hospital. Volvía a convertirse en una ególatra terca. Aunque ciertamente yo no merecía tratos bonitos de su parte. Casi le había abierto la cabeza y roto la pierna en dos, por Dios. Era todo un logro que me dirigiera la palabra. No importaba si fueran odiosas o crueles.

―Pensé que habíamos dejado atrás el asunto de violador asesino. ―Examiné la habitación―. ¿Te duele?

Un quejido y una mala mirada fue su respuesta. Lo tomé como un sí. Sobre una peinadora estaba una pequeña nevera, la abrí y saqué una hielera del congelador. Entré al baño por una toalla y salí con un cojín frío. Se lo ofrecí.

Alzó una ceja con escepticismo.

―¿Qué es eso?

―Hielo.

―No lo quiero, gracias. ―Se estremeció―. Ya hace mucho frío.

―El doc dijo que lo necesitas para deshacer la inflamación. ―Usé la voz que utilizaría para enviar a un niño a cepillarse los dientes o para obligar a un anciano a tomar su medicina―. Vamos, cógelo.

Otra punzada debió atacarla y respaldar mis palabras, pues lo arrancó de mis manos con pocas ganas. La miré mientras lo depositaba sobre su cabeza y cerraba los ojos. Su cuerpo temblaba con violencia que no me era ajena. También la experimentaba.

Mi intuición decía que de seguir así moriríamos de hipotermia sin habernos enamorado o chocado contra un iceberg primero. Le hice caso y verifiqué la calefacción, estaba apagada. La encendí entre maldiciones hacia el mal servicio que seguramente no recompensaba la remuneración monetaria.Tenía que volver con los chicos y ella tenía que descansar, pero no haríamos nada de ello congelados.

O mojados como estábamos.

―Deberías cambiarte.

―Claro. ―Bufó―. Y tú deberías verme, ¿no?

Deseos ocultos © (DESEOS #2)Where stories live. Discover now